UN PASEO
Íntimo
Darío Urzay nos invita a recorrer sus experiencias personales con el Guggenheim
Por Gerardo Elorriaga
Recuerdo la primera visita que realicé al museo. Quedó en mi memoria como si fuese un fotograma de una película de ciencia ficción. El edificio estaba todavía en esqueleto, llovía, una espuma aislante cubría parte de la estructura y chispas de electrosoldadura saltaban aquí y allí en medio de una sutil neblina. Necesitaba ver y sentir un momento de la construcción. Era importante, ya que había recibido el encargo de hacer una obra que pasaría a formar parte de la nueva colección. Mientras iba caminando, esquivando obstáculos, recordé las primeras noticias sobre el germen del proyecto.
En junio de 1991, mi padre me enviaba a Nueva York un recorte de EL CORREO con una noticia referente a la posible creación de un museo Guggenheim en Bilbao. Un año después, también en junio, Guggenheim abría sus puertas en SoHo, con una nueva sede creada en un antiguo edificio industrial, para lo que encargaron el diseño al arquitecto Arata Isozaki. Mi estudio, en Crosby street, estaba situado a escasos 300 metros del nuevo espacio expositivo. Aquellas galerías se convirtieron en parte de mi cotidianidad. A menudo, cuando iba a comprar el pan, pensaba sobre los recortes de prensa recibidos de mi padre y la evolución del proyecto en Bilbao. En Guggenheim-SoHo recuerdo haber visto una primera muestra con obras de Brancusi y una impactante muestra con obras de ‘La última cena’ de Warhol.
Durante junio de 1993, casualidades de la vida, tuve mi primera exposición en una galería situada en Broadway street, frente a aquellas salas del museo. En aquella ocasión fui yo el que le envié un recorte a mi padre con una crítica sobre mis pinturas aparecida en el ‘New York Times’. Hoy en día ya no existe la rama Guggenheim de SoHo; su espacio lo ocupa la tienda de ropa Prada y donde expuse está situado el ‘museo de los helados’. Nueva York tiene estos cambios.
El proyecto bilbaíno-neoyorquino terminó por hacerse realidad comenzando la construcción del edificio. Durante aquellos años de materialización, las conjeturas sobre los primeros artistas que formarían parte de la colección circulaban en los medios. Mientras seguía en Nueva York, me solía enterar de que había viajado algún representante institucional del proyecto, contactando con este o aquel artista para hablarles del asunto.
Tiempo después, ya en Bilbao, recibí la noticia sobre el interés de la comisaria de exposiciones de Guggenheim por incluir una obra entre las primeras de la colección propia... Recibido el encargo de crear una pieza, la fui completando durante seis meses. De camino al estudio, cada día, iba viendo crecer el edificio. Un año después de la apertura del museo, pasando una larga temporada en Manhattan, me enteré de que se iba a exponer por primera vez la pintura que realicé. Mi padre volvió a enviarme recortes de prensa referentes a aquella muestra. Tengo la sensación de que el museo, a partir de un momento dado, rompió con un cierto hermetismo. También se convirtió en parte de la cotidianidad bilbaína.
Desde aquellos días, ya establecido en Bilbao, he frecuentado el museo. Mis últimas visitas se han solapado ante un mismo artista. He contemplado y estudiado los dibujos de Seurat hasta en siete ocasiones. Con esos dibujos, Seurat consigue activar el espacio y anular el tiempo que me separa de él.
No es una visita al uso, una de esas que comienzan al pasar la máquina canceladora, atraviesan el atrio y se dirigen prestas al ascensor rumbo a la muestra temporal recién inaugurada. «Venir al museo no se circunscribe a ver una exposición; es algo más, es tener una experiencia vital», argumenta Darío Urzay. El pintor bilbaíno, receptor del Premio Gure Artea 2021, disfruta del Museo Guggenheim como si se tratara de una fábrica inagotable de pequeños descubrimientos, incluso antes de llegar ante un lienzo. «El edificio es tan magnífico que siempre que vengo encuentro algo en lo que no me había fijado antes», explica.
Las pruebas de nuestro itinerario conjunto demuestran esa facultad para el asombro permanente. Acompañar al creador en su paseo por el interior es encontrar, gracias a su mirada perspicaz, una magnífica trompa en el vestíbulo que antes no habíamos siquiera vislumbrado, hendiduras insólitas o formas y texturas sugerentes en la piel, tan solo aparentemente homogénea, de las piezas de Richard Serra. «Depende del día o de la luz, hay muchos factores que concurren para que te percates de pequeños detalles», advierte.
Pero no se trata tan solo del azar, del capricho de la intuición, y ni siquiera hablamos de arte en sentido estricto. Urzay disfruta del universo Guggenheim, esa amalgama de obras, espectadores y ruido. «Me pueden llamar la atención muchas cosas, también la gente, un rostro que no es convencional o comprobar la escala cuando alguien se acerca a las esculturas -enumera-. La obra nunca es ajena a la realidad circundante».
Somos unos privilegiados. El artista suele explorar el museo a solas porque esa experiencia múltiple ha de ser íntima para resultar perfecta. «Es mi gran placer -admite-. Necesito un tiempo de espera, de manejar las distancias que me separan de los objetos». Habla de los tiempos de ensimismamiento que le permiten acceder a rincones, pero también de súbitas irrupciones de grupos o sonidos que rompen positivamente esa sintonía. «Porque me obligan a acercarme o alejarme de la pieza», precisa.
Por supuesto, Urzay acude, como cualquier otro amante del arte, ante el reclamo de un determinado nombre. Confiesa haber realizado siete viajes para contemplar los dibujos de Georges Seurat y que, en todos, realizó pequeños y atractivos hallazgos. También de fascinarse de inmediato al toparse con obras de Willem De Kooning o Robert Rauschenberg, por ejemplo. Curiosamente, no encontrar estímulos le resulta igualmente excitante: «Un fin de semana, cuando vivía en Nueva York, no encontré nada que me llamara la atención y me di cuenta de que lo que quería ver lo tenía que hacer yo».
La relación del artista con el Guggenheim es un tanto anárquica, sin rutinas ni estrictas periodicidades, pero tan cercana que se asemeja a un hilo umbilical oculto, aunque irrompible. Siendo un joven autor residió a 300 metros de la sucursal del museo en el barrio del SoHo. Esa conexión permanece hoy, al otro lado del océano.
Actualmente vive cerca de la institución bilbaína, una de sus obras forma parte de su colección permanente y sigue recorriéndolo, a su aire, gozando de insólitos encuentros estéticos. Ahora bien, ¿qué detiene los pasos de Urzay en el Guggenheim? «Para mí, la obra de arte no es la cosa, es el espacio que me separa de la cosa y si, en ese espacio entre ella y yo se produce algo, ahí se produce la magia».
CRÉDITOS
Texto: Gerardo Elorriaga
Fotos: Luis Ángel Gómez
Vídeo: Pablo del Caño y Silvia Cantera