Un resto atávico

Ser del Athletic es tan normal, tan natural, que preguntarse por ello sólo merece una respuesta: “de qué voy a ser, si no”

Por José Luis Zubizarreta


La bandera, siempre, ondea en las gradas de San Mamés, verdadero pulmón del Athletic. / EC


En uno de esos recuerdos que han sobrevivido al descalabro está la respuesta que buscaba. Es el resto atávico de un pasado que el cruel paso del tiempo no ha logrado triturar.

"Por qué soy del Athletic", es la pregunta que se me pide que conteste en estas líneas. Y la verdad es que nunca me la había formulado. Me parecía quizá que ser del Athletic era tan normal, tan natural, que preguntarse por ello sólo merecía una respuesta: “de qué voy a ser, si no”. Pero, obligado ahora a contestar, no encuentro las palabras. Soy, además, consciente de que la pregunta no es de las que deban tomarse a broma. Como sus propios términos indican, toca a algo tan íntimo como el “ser” de uno mismo e implica, con ese “del” tan posesivo, una relación de pertenencia o incluso de dependencia que es más profunda que la mera “afición” y cuyo origen resulta, por ello, relevante poner en claro. Me la tomo, pues, como la pregunta que, hecha por el sicoanalista, invita a escarbar en lo hondo de uno mismo para descubrir que nada es lo que parece y que lo normal oculta a veces lo indecible.

No está ciertamente la respuesta en un palmarés del que pocos equipos pueden hacer tanta gala como el mío. Larga sería, en efecto, la lista de trofeos que podría alegar como razón de mi lealtad. Pero, a pesar de la edad, no he caído en el mal hábito de ir por la vida contando batallitas que mejor se guardan para los almanaques conmemorativos. Trato, más bien, de ser sincero conmigo mismo y no engañarme con títulos que no han vuelto a repetirse en lo últimos treinta años. Si por trofeos fuere, mi lealtad se habría marchitado. La lista de sonoras derrotas es ya casi tan larga como la de aquellos triunfos tan rotundos.

Tampoco está la respuesta en el juego que mi equipo despliega. Si tal fuera la causa, mi gusto por el fútbol habría hecho que me enganchara a algún otro que podría haberme dado mayores satisfacciones. De hecho, puedo contar con los dedos de una mano los partidos que, aparte de la alegría del resultado -que no es poco-, me han dejado en el ánimo algo que pueda parecerse a un sentimiento de plenitud por su belleza. Para suplir la ausencia, confieso que no pocas veces recurro a evocar la gesta de Old Trafford. Pero me temo que fuera irrepetible.


Quizá, me digo, la llamada “filosofía del club” -eso que algunos reducen a “jugar con los de casa”- sea, en el fondo, la causa de esta mi inquebrantable lealtad. No acabo, con todo, de creérmelo. Me gusta. Me parece incluso, aunque sólo sea por su peculiaridad en un mundo tan mercantilizado como el fútbol, un motivo de orgullo al que no debería renunciarse. Pero añoro también aquel saber estar de una afición que, al paso que lleva, va camino de parecerse a cualquier otra hinchada de las que abarrotan los estadios. No veo ya aquella otra filosofía de la elegancia que sabía conjugar el apoyo al equipo con el respeto al adversario.

No está, pues, en lo dicho la respuesta. Está, más bien, como los recuerdos de aquel “patio de Sevilla” que evocaba Machado en su madurez, en aquellas calles de la Orduña de mi infancia a las que nos echábamos para recibir a un Athletic que entraba triunfante en Bizkaia exhibiendo una copa mil veces ganada o en aquellos relatos épicos que, como el del partido de 1947 contra el San Lorenzo de Almagro, me hacían los mayores que habían tenido la fortuna de acudir al viejo San Mamés. El tiempo tritura los desechos y elimina las toxinas que se nos han ido acumulando a su paso, dejándonos a solas con un puñado de recuerdos que nos sirven de consuelo y mantienen vivo el vínculo con lo que una vez fuimos y con lo que aún son “los nuestros”. En uno de esos recuerdos que han sobrevivido al descalabro está la respuesta que buscaba. Es el resto atávico de un pasado que el cruel paso del tiempo no ha logrado triturar.