En primera persona

Miguel Gutiérrez Garitano

El momento ha quedado grabado a cincel en mi memoria: la niebla abriéndose como el pañuelo de un mago que deja su mejor truco para el final. Y ahí estaban: los muros, los edificios semiderruidos, sobre una plaza muerta cubierta de musgo. El esqueleto de un mundo de creencias extintas y la sábana de bruma difuminando el conjunto, como en un sueño o un cuadro de Fiedrich. "Debe de ser eso", recuerdo que pensé. "Se trata de un sueño". Pero no. Era real. En pleno siglo XXI, escondido entre abismos, habíamos descubierto el cadáver de un santuario inca. Se trataba del final de una expedición (la Mars Gaming) de un mes por las montañas de Vilcabamba explorando los escenarios de lo que fue el último estado andino libre, donde, perdido el imperio, el último inca Manco había escapado con sus hombres para fundar una nueva dinastía y un nuevo estado en un territorio aún poco explorado. Para mi hermano Rafa y para mí, además, aquellas ruinas suponían el colofón de cuatro años de expediciones y estudios por esos lugares duros y poco habitados. Pero esta vez íbamos acompañados de un nuevo equipo: una médico (María Valencia), dos montañeros (los hermanos Janer), una historiadora (Silvia Carretero) y un cineasta, Aitor González de Langarica, dispuesto a documentar los hechos para la historia. Tras el entremés mágico, el equipo se engranó como una máquina perfecta. Inspeccionamos y dibujamos el conjunto monumental: una kallanka, edificio de uso colectivo de carácter ritual de 26 metros de longitud frente a una plaza o kancha, rodeada de varios edificios más, canales, escaleras y gradas. De allí partían cuatro caminos incas que nos llevaron a un entorno plagado de lugares de culto: tambos (posadas para los oficiantes), templetes, tumbas (en la base de la montaña), escaleras monumentales, adoratorios en cuevas, plataformas votivas (ushnus) y otras construcciones que convertían el yacimiento en uno de los principales lugares de culto del Reino Neoinca de Vilcabamba; esos que los cronistas, muchos víctimas de la moral de su época, describían como "universidad de la idolatría donde los magos brujos son maestros en abominaciones".

 

Nuestro descubrimiento fue el final de un día agitado. En 12 horas recorriendo la montaña habíamos hecho hallazgos menos vistosos pero importantes. Como un goteo, habían ido apareciendo restos de viejos edificios semienterrados en escarpes, prados y laderas; lugares que situábamos gracias al GPS mientras sufríamos el soroche (mal de altura) y padecíamos la lluvia y el granizo en una montaña que linda los 5.000 metros; un farallón granítico que, como un cofre lleno de sortilegios, aún nos deparaba la mayor de las sorpresas...
Junto a la cima habíamos fotografiado un extraño conjunto formado por dos edificios rectangulares adosados y cercanos a un par de túmulos de piedra de aspecto removido. Las estructuras me parecieron idénticas a las aparecidas en lugares como el volcán Llullaillaco, en Salta (Argentina). Se trataba de un complejo dedicado a la capacocha, un ritual que consistía en ofrecer sacrificios humanos a los dioses. Estas ceremonias, en las que se sacrificaba preferiblemente a niños y mujeres jóvenes, se celebraban para prevenir hambrunas o desastres naturales, en algunos festivales señalados o ante la muerte del Inca. Estamos convencidos de que estos edificios, como los aparecidos en Llullaillaco y en otras grandes montañas, sirvieron para preparar a los niños antes del último ritual del sacrificio; y que tal vez los túmulos se usaron para enterrarlos.

 


El ritual de la capacocha era un rito extraordinariamente complejo que duraba meses. Comenzaba con una orden real que llegaba a las uamani o regiones administrativas, desde donde los niños eran enviados hasta la capital acompañados de una comitiva de sacerdotes. Todo el camino no era sino un corolario de ceremonias y rituales de diversa naturaleza, lo mismo que ocurría durante la estancia en Cuzco. Después la procesión regresaba al origen y los niños eran llevados a las montañas más sagradas de cada región, a los apus. Tras subirlas, el viaje del grupo de niños y sacerdotes tocaba a su fin. No obstante, todavía se demoraban unos días en templos y cuevas y completaban estos ritos postreros en edificios ya muy cercanos a la cima, el lugar más sagrado. Y llegaba el sacrificio... Según la experta en el mundo andino y asesora de esta expedición, Carmen Martín Rubio, no solía ser violento: "A los niños se les dormía mediante un brebaje especial y después se les dejaba dormidos a la intemperie, donde perecían de frío, de forma indolora. Por eso las momias descubiertas tienen esa expresión tan dulce". Se les enterraba en un túmulo cercano ricamente vestidos y con un riquísimo ajuar, pues se trataba de niños de la aristocracia. Para aquellas gentes eran ritos vitales: de ellos dependían las cosechas y la supervivencia de todo el pueblo. Nuestro viaje finalizó en los despachos de Martín Rubio, que certificó mis sospechas e incluso fue más allá. Tras estudiar nuestra documentación, zanjó: "El hallazgo corresponde a uno de los montes sagrados, los apus. En él se rendía culto al dios del agua, quien, en perfecta conjunción con el dios Sol, el Inti, fertilizaba a la diosa Tierra, la Pachamama, madre de las mujeres y hombres andinos. El descubrimiento científico de este monte sagrado es muy importante porque, además de guardar tan profundos misterios, sus estructuras son sólo comparables con las encontradas en Llullaillaco".Una necrópolis a 3.700 metrosEl descubrimiento del monte santuario no es el único que nos traemos en el zurrón. También hemos descubierto una necrópolis prehispánica de decenas de tumbas situadas en cuevas sobre una colina de más de 10 hectáreas, a unos 3.700 metros de altitud. Tras examinar una cueva en la ladera de la colina, quien escribe estas líneas encontró una tumba con dos cámaras sepulcrales, en una de las cuales descansaba un esqueleto. Un examen del terreno con más detenimiento nos permitió constatar que toda la colina está plagada de tumbas similares. Muchos hallazgos los hemos realizado mediante la teledetección, gracias al apoyo del Servicio de Cartografía de la Universidad del País Vasco (y del arqueólogo Iñigo Orue y la geóloga Rut Jiménez).Lo increíble de nuestra aventura radica también en su origen: el proyecto ha echado a andar sin apoyo institucional, financiado por ciudadanos a través de crowdfunding y por una serie de empresas y entidades (Mars Gaming, Docor Comunicación, Asociación Africanista Manuel Iradier, Club Montisonense de Montaña, etc.), con el arduo trabajo previo del propio equipo y sin más interés que el amor a la ciencia y el deseo de contribuir a conocer mejor las culturas andinas. Después vino la exploración pura y dura: un viaje difícil, con frío y problemas de seguridad en aquellos valles donde todavía imperan restos de ese fantasma llamado Sendero Luminoso. Con caballos y mulas, al más puro estilo del siglo XIX. Y después, el milagro, el truco final de un prestidigitador en la niebla. ¿Qué queda ahora? Implicar a las instituciones, a la universidad y sobre todo al Gobierno de Perú. Para preservar y conocer un patrimonio que, bien gestionado, serviría además para atraer turismo a lugares muy pobres. Y, como el explorador Manuel Iradier, para continuar "conociendo lo desconocido".