Acordaos de Braveheart y de lo que esos ingleses hicieron con él.

La invocación tenía lugar en un autobús, a las afueras de Dortmund, bajo una lluvia alemana cargada premonitoriamente de humedades británicas. En ese autocar cabía todo el Alavés, toda su afición, toda Vitoria y toda la provincia. Jóvenes de 'General' con la cara pintada para la guerra ante el rival de la isla; socios veteranos que aún se crecen hablando de Sarasola y su carrera rota; cuarentones capaces de reconocer a Tella; niños nacidos en plena opulencia albiazul y mujeres, muchas mujeres que reivindican su espacio. Dicho así, con la voz cascada de siete horas de viaje cantando, la final hubiera parecido un enfrentamiento entre sajones y vascones, una batalla en un tiempo salvaje, el mismo que el fútbol y el deporte han querido sublimar. Pero no había agresión en la arenga, sino el nervio de saberse andando por el terreno nuevo, maravilloso e inexplotado del triunfo: el notar dentro una energía, cercana a la euforia, que quiere brotar. Un sentimiento que, como todo, también se aprende. Hay una sentencia colgada en la entrada de Anfield, el estadio del Liverpool, que forma parte de la mística del fútbol: «Nunca caminaréis solos». Y a la vista de las gradas rojas del Westfalenstadion cada seguidor albiazul supo que en ese adagio hay mucho más de matemática que de poesía, más de número que de melancólica invitación a reconfortarse en las derrotas. Durante todo el día 'rojos' y 'bocas' habían convivido compartiendo paella, celedones, salchichas, cervezas y txarangas. Los de Liverpool, su gran mayoría, agarrados a una jarra sin fondo. Los de Vitoria, uniendo para bien del fútbol La Blanca, San Prudencio y los éxitos de la 'General'.

Ya en el campo, coexistieron dos actitudes tan distantes como lógicas. El tendido alavesista, volcado en su pequeño Mendizorrotza, animando desde dos horas antes, viendo como Desio se emocionaba con su peña argentina o como Epitié vibraba, pese a saber que ni siquiera se vestiría. Era un público de amigos, una comunidad de familiares, vecinos y conocidos que se había trasladado más de mil kilómetros para doctorarse en hinchada.

El resto del campo pertenecía a Anfield, cantos dulces y bravíos, invitaciones a la lucha y al deber, y un deje de superioridad histórica que les hacía enmudecer bajo el menor zarpazo albiazul. Porque durante muchos minutos Mendizorrotza calló a Anfield. Pero Braveheart -el 'picto' McAllister- jugaba en el Liverpool y el Alavés debió soportar la desgracia del humilde, ese grado de suerte que a los grandes les cae del cielo y los modestos deben trabajar con perseverancia. Otra lección, para alcanzar la gloria hay que rozarla, pese a que duela saberla tan cerca y perderla. Ya de vuelta, la comprobación de los estragos de la derrota. Una tristeza profunda que, como un virus caprichoso, alcanzó más a la ciudad y sus residentes que a los ocho mil transeúntes que disfrutaron en primera línea de una experiencia única. Para los que estuvimos allí, para los que durante años hemos vivido la quebrada historia de un club que desde que tenemos memoria se llamaba 'El Glorioso', sin más mérito para ello que cuatro temporadas apañadas, varios internacionales de fuste y nostalgia, mucha nostalgia, la final del Westfalenstadion es una gesta. Un momento singular que hace justicia con ese calificativo hurtado al diccionario, que enaltece lo mejor que puede tener el fútbol como comunión de sentimientos, como visualización del trabajo y del esfuerzo en equipo.

Las mayores leyendas se han tejido en derrotas épicas. Por eso, había más llanto en las calles de Vitoria que en las carreteras, estaciones y aeropuertos alemanes. Los que allí estuvimos nos sentimos parte de la Historia, aunque sea la pequeña y digna historia de un equipo de fútbol, y saberse implicado en una página noble permite mirar desde la distancia. Y lo que se ve es futuro, un futuro espléndido, y orgullo, mucho orgullo: en sus jugadores, comidos por la rabia; en su entrenador y su directiva; en sus aficionados entregados, y en una ciudad y una provincia que, ahora con el Alavés y antes con el Baskonia, enseñaron los dientes de la disconformidad. Viajar es un placer.