Soweto-Joburg, como del negro al blanco

Soweto-Joburg, como del negro al blanco Ver la galería

El suburbio que nació al calor de la fiebre del oro, icono de los derechos civiles y tumba del Apartheid, es una de las mayores bolsas de pobreza del planeta. Un gueto para 2,5 millones de desheredados que siguen sin encontrar su sitio en la Sudáfrica post-Mandela

:: SERGIO GARCÍA

JOHANNESBURGO. Percy Sledge tiene nombre de roquero, pero a sus pulmones les falta fuelle y ha vivido toda su vida confinado en una ‘caja de cerillas’ que rezuma amianto. Sí, han oído bien. Y como él el 80% de sus paisanos. ‘Match box’ es el apelativo que reciben en Soweto las viviendas de madera, ladrillo y uralita que surgieron como champiñones al calor de la fiebre del oro que sacudió Sudáfrica a finales del siglo XIX. A Percy, como no podía ser de otra forma, le gusta tararear ‘When a man loves a woman’, y más en este apéndice de Johannesburgo, una sucesión infinita de chabolas que se descuelgan como una piel postiza sobre la ladera de las montañas donde la esperanza es una excentricidad. A algo tiene que agarrarse. En un país con un desempleo del 25%, los índices alcanzan aquí niveles estratosféricos, inversamente proporcionales a los salarios, que a duras penas sobrepasan los 1.800 rands (unos 120 euros al mes).

Bienvenidos al gueto. 2,5 millones de personas arracimadas a 20 kilómetros de la gran ciudad, hasta donde fueron arrastrados para explotar los yacimientos auríferos y de diamantes, pero a quienes querían lejos una vez acabada la extenuante jornada laboral por un sueldo de miseria. La segregación en estado puro; ‘blankes’, término acuñado por los afrikaners, contra negros. El antecedente hay que buscarlo en Sophiatown, un barrio de Johannesburgo donde los desheredados de la Tierra vivían hacinados como manzanas podridas en un cesto; un pozo negro al que iban a parar las redes de saneamiento, con precios por los suelos, los únicos que podía permitirse pagar la población local.

Su destrucción hasta los cimientos como consecuencia de la Ley de Reubicación de Nativos de 1954 alumbró Soweto, donde se les desplazó en masa. Sin tiempo siquiera para echar la vista atrás. La gente se rebeló, pero no era su momento. Cada familia recibía una casa hecha de bloques de hormigón y chapa por un plazo de 99 años. Un horno en verano y una nevera en invierno; un nido de amianto por el que debían pagar una renta pero que nunca sería suya. Un terreno abonado para el descontento y el desarraigo, pero también un símbolo de la lucha por los derechos civiles. El banderín de enganche para las capas más desfavorecidas.

Dos premios Nobel

Soweto, acrónimo de South West Township, no tardó en convertirse en la mayor bolsa de pobreza del país, un distrito donde las condiciones sanitarias brillaban por su ausencia. Un foco de descontento que recibía la visita frecuente de la Policía y sus perros de presa, lanzados contra cualquier elemento subversivo que se manifestaba por Vilakazi. El hogar de Nelson y Winnie Mandela –al menos mientras no cumplían condena–, de Desmond Tutu... Eso suma dos premios Nobel.

El barrio, denominado también ‘Beverly Hills’ con notables dosis de sarcasmo, fue también la tumba del Apartheid, que no era sino la asunción por parte del Gobierno de los principios segregacionistas –y su consiguiente legislación– que habían regido Sudáfrica desde que holandeses y británicos se abrieron camino masacrando ‘cafres’, como se referían a zulús, lembas, kosas, ndebeles... La chispa que hizo saltar por los aires el ‘status quo’ blanco la prendió la muerte de un niño, Hector Peterson, cuyo sacrificio a tiros en medio de una protesta estudiantil encendió a la población y marcó un punto de no retorno. Un memorial recuerda allí las atrocidades de una época grabada a fuego en la memoria de la población, lugar de peregrinación como lo son la casa de Madiba (omnipresente Mandela) o el Museo del Apartheid.

Es cierto que el Gobierno ha intervenido para tratar de mejorar las condiciones de vida, subraya Seipati Mathebe, una guía local que muestra su barrio con orgullo indisimulado. Y lo ha hecho echando a bajo manzanas enteras y edificando encima casas más dignas, algunas equipadas incluso con paneles solares en el tejado. Pero uno no puede evitar pensar que persiste una línea de separación. La integración es difícil cuando todos los esfuerzos parecen enfocados a que ambas comunidades sigan sin mezclarse.

La presencia de blancos se limita a grupos de turistas o a parejas que el fin de semana acuden a comer a algún restaurante de la periferia, mientras niños disfrazados de zulú hacen piruetas en el asfalto por unas monedas. En el horizonte, dos torres de refrigeración que sobrevivieron a la central eléctrica se revelan como un espacio de oportunidad para los grafiteros. Destacan sobre un paisaje de chabolas donde el domingo los predicadores abren su carpa a las gentes de buena voluntad. Llegan a centenares por caminos de barro, algunos incluso en BMW –«Be My Wife», alardea el orgulloso propietario–, sorteando a los críos que se lanzan a la carretera como locos en cuanto ven una cámara de fotos al grito de «Shoot me!, shoot me!» (¡Dispara, dispara!), que retrotrae inevitablemente a tiempos menos amables. En la esquina, una tienda de comestibles blindada con una verja y un ventanuco por donde asoma la cara y el brazo del encargado; en la pared, un cartel que anuncia una marca de condones, «el nº 1 en Sudáfrica». Nicholas Mathe, un zapatero remendón llegado desde la lejana Limpopo, ha montado su taller improvisado en la acera de enfrente, toldo incluido, y hace trabajos de urgencia por poco más de un euro. No hay cliente pequeño.

Un paisaje de pobreza que el final del Apartheid no ha conseguido erradicar por mucho que Soweto tenga campus universitario y el Chris Hany Baraghawgth, uno de los hospitales más grandes del hemisferio sur, donde se presta atención sanitaria gratuita a la gente sin recursos que derivan los 18 ambulatorios de la zona. También hay un mall, como se conoce a los grandes centros comerciales, auténticas atracciones donde disfrutar del ocio bajo techo en un país donde las altas tasas de delincuencia desaconsejan callejear sin rumbo fijo. Desde nuestra perspectiva, semejante logro puede parecer una tontería, pero nada más lejos de la realidad. La gente lo reclamaba con desesperación y no lo consiguió hasta 2007, hartos de tener que bajar en tren hasta Igoli –Johannesburgo en lengua zulú– para ver una película, ir de compras, abastecer la despensa o sacar dinero del cajero.

Todo lo que reluce

Basta con darse una vuelta por el norte de ‘Joburg’ para comprender la profundidad del abismo que separa ambas comunidades, no importa que hayan pasado 24 años desde que Mandela accediera a la presidencia del país tras haber pasado 27 en la cárcel. Las empresas y la Bolsa han emigrado a la zona norte, tierra de provisión, quedando el centro reservado a los cuarteles generales de las empresas mineras y los bancos. El paisaje ahí arriba es revelador. Desde Sandton hasta Houghton, la mayor concentración de riqueza del país –el 40% del oro que circula por el mundo proviene de este país–, está repleto de entidades financieras, centros comerciales de ensueño, hoteles de cinco estrellas como el Michelangelo, zonas residenciales separadas de la calle por vallas electrificadas y una sucesión de campos de verde inmaculado destinados a la práctica del golf, el cricket, el polo... La ciudad es un imán para famosos y multimillonarias que desean someterse a tratamientos de cirugía estética en centros como el Rosebank Clinic, y que empalman la convalecencia con safaris por reservas naturales como la de Kruger y los montes Drakensberg.

Y luego está el sur. Uno se da cuenta sin necesidad de brújula porque las avenidas se angostan, el paisaje industrial se va abriendo camino y brotan aquí y allá montículos de tierra amarilla, que no son sino escorias depositadas en la superficie y que en agosto –invierno al otro lado del Ecuador– los vientos esparcen por toda la ciudad. Antes de llegar allí, en mercados como el de Braamfontein, blancos y negros se mezclan en una deliciosa promiscuidad de razas: rubios con gafas de sol que parecen salidos de un póster surfero, chicas de ébano y sensualidad a flor de piel bailando al ritmo de sintetizadores y guitarras eléctricas, indios vestidos de señorito leyendo la tablet...

El recinto se levanta relativamente cerca de la Universidad de Witt, una de las más progresistas del país y creada originariamente como Escuela de Minas. O el John Foster Square, la terrible prisión que fue tumba de numerosos activistas durante el Apartheid, a los que se hacía desaparecer con total impunidad. Otro hito, este agradable de recordar para los españoles, es el estadio FNB, el escenario de la final de la Copa Mundial de fútbol de 2010, con forma de vasija arcillosa y capacidad para 96.000 espectadores, sobre el que todavía sobrevuelan el eco estridente de las bubuzelas. Pan y circo.