50 vascas viven escoltadas por miedo a sus exparejas

Con motivo del Día internacional para la eliminación de la violencia contra la mujer, EL CORREO recoge el testimonio de ocho víctimas, de un maltratador en rehabilitación y de una fiscal especializada en esta lacra. Además, doce voces de la sociedad vasca se alzan desde esta tribuna contra el maltrato machista

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Gráfico contra el maltrato

POR ISABEL TOLEDO

Edurne forma parte del 4% de víctimas de violencia machista obligadas a vivir con protección policial

Está sometida a vigilancias de la Ertzaintza desde hace cuatro años por una lacra social que afecta en Euskadi a 4.352 mujeres

Edurne vive con miedo, pero no deja de luchar. Lleva más de cuatro años protegida por la Ertzain¬tza. El juez que llevó su caso no tenía pensado establecer un protocolo de seguridad tan fuerte. Pero cambió de idea cuando bajó a los calabozos a hablar con su exmarido. Lo que escuchó le asustó. «Lo siento mucho, pero te tengo que poner protección». Desde entonces, varios policías guardan su espalda cuando entra y sale de casa, cuando acude al trabajo... Sin embargo, la escolta parcial que recibe no ha evitado que Edurne siga mirando a los lados con el rabillo del ojo, que siempre intente ir acompañada y que, a veces, cuando mira a un coche que se acerca hacia ella, le invada el pensamiento de que al volante puede estar su exmarido con intención de atropellarla. «¿Qué sería de mis hijos si me pasase algo?».

Como Edurne, en Euskadi hay 100 víctimas de la violencia de género que reciben vigilancias de la Policía vasca por el «alto riesgo» que corren sus vidas. Un peldaño por encima se encuentran las 50 mujeres que tienen que ser escoltadas las 24 horas del día. Son los casos más graves –apenas llegan al 4%– de una lacra social que ayer se cobró su última víctima mortal en Fuenlabrada, donde una joven de 26 años fue degollada por su novio. El asesinato –40 mujeres han muerto a manos de sus parejas en lo que llevamos de año en España, una en Euskadi– es la expresión más extrema de un tipo de violencia que en el País Vasco ha obligado a la Ertzain¬tza a atender, de una u otra forma, a 4.352 mujeres: 774 en Álava, 2.134 en Bizkaia y 1.444 en Gipuzkoa. Cada víctima, con su historia.

25 noviembre día internacional contra maltrato mujeres

Edurne, vizcaína de 40 años, conoció a su agresor cuando tenía sólo 16 años. Se enamoraron y se casaron cinco años después. Todo iba bien. Ella consiguió una plaza de funcionaria y decidieron ser padres. El primer aviso de lo que después vendría llegó cuando apenas llevaban un año casados: Edurne dijo algo que no le gustó a su marido y éste le soltó una bofetada. Aquello quedó ahí. Ella lo enterró en su memoria, como si no hubiese pasado, y siguieron adelante.

¿Cómo se convirtió esa relación en un infierno? Ni siquiera Edurne tiene una respuesta clara. Lo que sabe ahora, después de años de reflexión, es que el maltrato psicológico empezó mucho antes que el físico. Su expareja era muy celoso y muchas veces ella se callaba para «no darle motivos» de enfado. A veces, él la agarraba y la inmovilizaba en la cama para que escuchase lo que quería decirle. A Edurne no le gustaba, pero no tenía claro que aquello fuese maltrato. Otras veces la plantaba delante de un espejo. «Mírate, ¿quién te va a querer con esa cara?», le escupía.

Edurne, por suerte, tenía trabajo y su expareja no podía obligarla a estar, como ocurre con otras víctimas, «todo el día encerrada en casa». Su exmarido sufría, además, serios problemas con el alcohol. A veces lo encontraban dormido en el garaje o directamente no aparecía por casa en una temporada. Junto a las infidelidades, éste fue el principal motivo que le llevó a tomar la decisión de terminar con una relación que, en realidad, llevaba años muerta. Su expareja enfureció. Lo evitaría –advirtió– por las buenas o por las malas. «No te olvides de que sólo eres la señora de la casa», le dijo.

Arrastrando del pelo

Edurne se armó de valor, cogió a sus dos hijos, que entonces tenían 11 y 6 años, y se fue a casa de su madre. Al cabo de tres días volvió a su piso a coger ropa. Creía que no habría nadie. Pero él estaba esperándola. Cerró la puerta con llave para que no pudiese escapar. Trató de convencerla de que volviese. Pero pronto vio que no había marcha atrás. Y explotó. «Me tiró al suelo. Y me fue arrastrando del pelo hacia la puerta. Me gritaba ‘ahora la que se va a la puta calle eres tú’. Yo me resistía para que no me hiciese daño. Pero él me pisaba», recuerda Edurne en una conversación con EL CORREO.

En el descansillo de la escalera, casi en estado de shock, lo primero que hizo fue llamar a su hermano pequeño, que fue quien llamó a la Ertzain¬tza. En menos de cinco minutos aparecieron tres patrullas. Los agentes encontraron al agresor sentado fumando «tranquilamente» un cigarro. Cuando se lo llevaron detenido soltó una carcajada justo al pasar junto a ella, que tuvo que ser trasladada al hospital de Cruces para ser atendida de diversas lesiones.

En el juicio, el magistrado estableció una orden de alejamiento de 500 metros y otra de incomunicación. Pero después de hablar con el agresor, decidió ponerle protección policial hasta, por lo menos, mayo de 2017. «Le dijo que en cuanto saliese ya se iba él a encargar de convencerme de que volviese».

Desde entonces Edurne vive con miedo –su expareja ha quebrantado dos veces la orden de alejamiento– y ha tenido que acostumbrarse a la presencia de los agentes. La Ertzaintza catalogó su caso como de riesgo alto (sólo el 3% están definidos así) y le proporcionó un teléfono ‘bortxa’. En Euskadi 897 víctimas tienen uno de estos dispositivos de emergencia y 18 llevan pulseras para asegurar el cumplimiento de las órdenes de alejamiento. Edurne y su hijo tuvieron que recibir atención psicológica. Pero poco a poco está consiguiendo rehacer su vida. Y no duda en considerarse afortunada. «Otras no lo cuentan», explica.

Testimonios de otras siete maltradas

«Siempre creí que por amor podría cambiar. Estaba equivocada»

«Tengo estudios, trabajaba y he sido siempre una persona independiente, por si me lo preguntas», avisa Susana. «Lo peor» comenzó cuando se quedó embarazada. «Engordé y no le gustaba mi aspecto, me echaba de la cama a patadas y dormí los nueve meses en el sofá. El día del parto no se quedó en el hospital y, cuando salí, tuve que ir al supermercado a hacer las compras porque no había nada en casa. Él trabajaba, dormía y veía ‘Gran Hermano’. Pegaba al gato y no atendía al niño. Me miraba con cara de asco y gritaba como un loco. Aunque estuviera nevando, tenía que quedarme con el crío en la calle hasta que él se despertara de la siesta. Decía que yo lo hacía todo mal. Mis padres tuvieron que ayudarnos a pagar la hipoteca y sus antojos. Mi hijo ha crecido oyendo que su madre es una cerda. ‘Papá ya no te llama puta, ahora es cerda’, me dice. Mi madre me decía que eran riñas de pareja. No sabía que estaba siendo maltratada hasta que me lo hicieron ver».

Durante el juicio, subraya, «tuve la suerte de que él dijo que el maltratado había sido él. La jueza le hizo visitar a unos psicólogos y completar unos tests, algo que normalmente sólo ordenan hacer a las mujeres víctimas y, sin él pretenderlo, corroboró punto por punto todo lo que yo había dicho que había vivido con él. Llevó testigos falsos y les pillaron a todos. Llegó a decir que fue él quien pidió la separación porque me negué a hacer una prueba de paternidad». «Aguanté cuatro años porque no me decidía. Por el niño, la casa, las deudas...». Le condenaron a dos años y 22 días de trabajos comunitarios «limpiando gatos» en una asociación regentada por mujeres.

Sucedió hace seis años. Hoy el maltratador de Susana tiene una nueva pareja y va ser padre de nuevo. Ella ha «renacido». «Es triste que en esta vida sólo las personas que sufren un mal evolucionan. Yo volvería a pasar por lo que pasé por lo que soy ahora mismo», indica esta joven. Aunque nada será como antes. «Yo siempre había sido una persona súper feliciana. Quiero intentar volver a serlo. He aprendido a identificar a qué tipo de hombres no me puedo acercar. Desde que somos pequeñas nos hacemos una idea del amor romántico. Yo era de las que creía que por amor podían cambiar. Me equivocaba».

«Organizaron todo para que mi hija y yo saliéramos a escondidas de casa»

A Lily, que trabajaba en el sector de las finanzas, dejó de funcionarle el riñón y él le hizo pensar «que estaba desequilibrada». «Le creí. Pero después de dos meses de terapia, el psicólogo me dijo que no había visto nada por lo que tratarme. Al que hubo que tratar fue a él». No es la historia de un amor, pero hay muchos casos iguales como el de Lily. «Me lo dijo la Policía, el maltrato siempre empieza por los psicológico. Te acostumbras a que te digan palabras feas. De las palabras pasan a golpear paredes, tirar vasos, romper la vajilla... Te arrincona, te bloquea los puntos de vista, te aísla. Prácticamente dejas de conocer cómo funciona tu ciudad. Luego viene el empujón y ya no golpea a la puerta sino a ti». En el caso de Lily, «él amenazaba con suicidarse: me voy a matar si no haces lo que yo quiero. Se ponía a conducir como un desalmado. Una vez me tuve que tirar del coche porque veía que nos matábamos». Lily lo vio cuando «empezó a meterse con mi hija», fruto de un matrimonio anterior. «Os voy a denunciar a la Fiscalía para que os metan presas a las dos por incitarme al suicidio». Una amiga le aconsejó acudir a una trabajadora social que conocía. Ella fue «sólo para que me aconsejara cómo manejar la situación». «Lo tengo claro, pero quiero una segunda opinión. Llamó a una especialista y, tras escucharme, las dos me comunicaron que estaba sufriendo violencia de género». Lily pensó que exageraban. «Si él se suicida es porque quiere», repetían. Le enviaron a la Policía y «allí mi hija se desató a hablar. Descubrí lo mal que lo estaba pasando. Vivía atemorizaba por lo que él pudiera hacerme».

Los hechos se precipitaron. «No vas a estar desamparada, me dijeron los servicios sociales. No podíamos decir nada a nadie. En cuanto aquel día se fue al trabajo, mi hija y yo salimos de casa a las cinco de la mañana con lo indispensable. Nos llevaron a un piso y empezó el tratamiento. Allí estuvimos hasta que la psicóloga nos dio el alta y pasamos a un piso de Alokabide». Lily nunca le denunció, no se sentía capaz. «Y sorpresa, no se suicidó. No era tan valiente como parecía. Fue a buscarme al hospital y a la Policía y se acobardó en cuanto le dijeron que estábamos protegidas por el Estado. No cogió ni una baja por depresión». Lily se lo ha vuelto a encontrar en alguna ocasión, «pero ni se acerca a mí».

«Ella no se atrevía a denunciarle y lo hice yo. No le tengo miedo»

Madres, hermanas, amigas... Hostigadas al mismo tiempo y por el mismo verdugo que acosa a su pareja o expareja, pero invisibles y fuera de las estadísticas oficiales y del manto de la ley por no haber un vínculo sentimental con el agresor. Cristina entra dentro de este perfil. «Somos amigas. Ella no se atrevía a denunciarle y lo hice yo. Él, que lleva ocho años en prisión, ya tenía una orden de alejamiento pero la vigilaba, le salía al paso, la insultaba. Su obsesión era, y es, ella. Intentó matarla con un cuchillo en casa. Le rajó la ropa de lencería y vació la bolsa de basura en casa. También quiso envenenarla. Un día ella me llamó asustada. Él había echado algo a la Coca-Cola y ya había bebido un vaso». Así que aquella vez que «volvió a saltarse la orden de alejamiento, no le di opción. Si tú no lo haces, lo hago yo, le dije, y me fui a la Ertzaintza y denuncié. Es verdad que después tuvo que ratificarlo ella, pero pudo hacerlo. Tampoco es que fuera el fin del calvario, al contrario, pero sientes una impotencia...».

Cristina, víctima colateral de este tipo de violencia, lo pasa mal, vive angustiada, pero asegura que nunca le tuvo «miedo» al agresor. Si acaso, «respeto», y por eso aún «cuando llego a casa miro a todos lados» antes de abrir con llave y se ha planteado «tomar alguna medida para distraerle si aparece cabreado». Esta mujer de 51 años ha estado «cuando había que recoger a los niños y salir corriendo por un lado mientras ella escapaba por el otro» y cada vez que hubo que «quedarse hasta las tantas en una comisaría». Y casi una década después, sigue acudiendo siempre que ella y los pequeños, «que viven con mucho miedo, necesitan un abrazo». La llaman «tía».

Ha recibido los mismos insultos, desprecios y amenazas que su amiga. «Nos fue atacando a todas sus amigas, una por una. En mi portal echaba silicona en la cerradura, como le hacía a ella. Los vecinos quisieron poner cámaras de videovigilancia, y yo callaba. Otra se encontró a la vuelta de vacaciones la ventana del baño rota y una piedra dentro de casa. A otra le pinchó las ruedas del coche... Sabe perfectamente adónde tiene que ir para hacerle daño». Pero el entorno, sobre todo al principio, le creyó a él. «¿Y cómo no? ¡Si te veía en la calle, se quedaba con todos, e invitaba a un zurito y a unas rabas!».

«Me casé enamoradísima y aguanté 46 años de desprecios»

La convivencia se volvió tan imposible que su deseo de escapar de este matrimonio superó el miedo a las habladurías de los trámites de divorcio, y a los 70 años, A. M. inició una demanda en el juzgado. «He aguantado 46 años y el año pasado dije basta. Tengo la cabeza machacada. Hacía diez años que no dormía con él porque aquí te pillo y aquí te mato, yo no soy un animal para que, cuando él viene con ganas esté ahí todo el rato. Llevo 17 operaciones. Tengo la tripa con más picadas que Paquirri. Con los 670 euros que me da y con lo poco que yo gano pago comida y casa, me las veo y me las deseo. Tengo a un hijo en casa conmigo. Hoy me estado tapando con un pintalabios las canas, porque no quiero dejarme el pelo blanco». El banco, continúa, sigue manteniendo las cuentas a nombre de los dos «a pesar de que la justicia le ha sentenciado». Esta mujer afronta una realidad incierta en la última etapa de su vida. Aquel día que «volvió a llenarme la cara de escupitajos, de los nervios, llamé a la Policía Nacional en lugar de a la Ertzaintza». Cuando llegaron los agentes, A. M. fue incapaz de hablar. Su ex no cejó. «¿Que mi señora les ha llamado? Si esta no vale nada..., les dijo él. Ya está bien lo que le ha hecho pasar a mi madre, es un salvaje», se atrevió su hijo pequeño. El mayor, en cambio, «no asumió» que la jueza dictara orden de alejamiento.

Cuenta que se casó «enamoradísima, como todas, a los 24 años» y ofrece detalles de una vida acomodada. «Mis suegros nos pusieron hasta las cortinas y él no me dejó ir a trabajar». Vio enseguida que «aquello no iba bien». «Pegarme, nunca, pero decirme ‘calla, si tú eres una ignorante’ o ‘si todo lo que hay aquí no es nada tuyo’... Siempre me decía ‘la rica venida a menos’. Él, al que siempre dejaron hacer cuanto quiso y era un saco sin fondo». «Estaba a marianitos de diez de la mañana a cuatro de la tarde». El ruido de la llave con que entraba en casa su marido era una suerte de «buenos días, tristeza». «Si oía un timbrazo me daba cuenta cómo venía. ‘Firmes y a cubrirse’, avisaba a los niños». A. M. no ha contado a nadie que se ha separado. Pasa semanas sin salir de casa, para no dar explicaciones. «Ahora está en otra provincia, pero sé que va a volver por Navidad». Se pregunta si acabará alimentando la estadística que arroja la cifra de 39 asesinadas por sus parejas en lo que va de año en España.

«Te acostumbras; es como el que tiene una cojera»

Begoña ha tenido que autoconvencerse de que su maltratador «no es el hombre de mi vida», pese a que se conocieron «siendo niños» y se hicieron novios «con 17 años». Veinte años de matrimonio y dos hijas en común después, su marido «se cansó de la relación, de las niñas... y se fue de casa, después supe que la razón tenía nombre femenino». «Lo pasé muy mal», pero salió adelante y «empecé a salir con mis amigas». Ahí nacieron sus problemas.

Pese a que él dio el paso de separarse, al de un año y medio «se dio cuenta de que la vida de soltero no le gustaba tanto y quiso volver», pero Begoña ya no estaba dispuesta y entonces empezó el acoso. «¿Qué haces zorreando por ahí?», le repetía. En su caso, al maltrato se sumó un conflicto laboral. La pareja es propietaria de una empresa, que ella creó pero en la que él es administrador único, y trabajaban juntos. En julio de 2015, su «todavía marido» se presentó en su oficina y cerró la puerta metálica reprochándole a gritos que no le contestara al teléfono. La agarró de forma violenta y golpeó contra la pared, la cogió del pelo y la tiró al suelo. Cuando huyó, la empujó por las escaleras y la abofeteó delante de unas compañeras. Begoña llamó al 016. Había marcado ese número antes pero sin llegar a contestar.

Esta vez le denunció y al día siguiente se celebró un juicio rápido en el que fue condenado a 40 días de trabajos sociales y a un año y medio de alejamiento. Cuando llegó a su puesto tenía una carta de despido, que recurrió y la readmitieron, aunque luego volvió a echarla. «Es injusto que por haberle denunciado me quede sin trabajo y tenga que ponerme a limpiar, mientras él sigue con todo, en la empresa, un piso en la playa...». Ahora se siente «responsable» por haberlo «permitido». «La primera vez que me agarró fuerte del brazo le tenía que haber abandonado», repite. «El primer bofetón, la primera vez que me agarró del cuello fue él, pero las siguientes tengo la sensación de que yo también he colaborado por no frenarlo».

– ¿Cómo te sientes ahora?

– «Te acostumbras, es como quien tiene una cojera», asume. «Todavía tengo pesadillas, me agobia pensar que va a aparecer y ya no se va a quedar en un puñetazo».

«Los vecinos se enteraron siempre de todo y callaron. Fueron cómplices»

Su marido le amorataba la vida y ella, avergonzada, se veía incapaz de reaccionar. «Lo conocí con doce años, yo era muy vulnerable y el maltrato fue desde el principio. Era tal el poder que ese hombre ejercía sobre mí, tal el terror... Me daba pánico denunciarle porque luego tienes que volver a casa y verte con él», recuerda Conchi, 48 años y madre de tres hijos ya mayorcitos. «Yo pensaba que era lo que me merecía y que tenía que aguantarlo así. Viví el círculo de la violencia de libro. Te doy una paliza, te golpeo, te maltrato, te ofendo y después te pido perdón, esto no va a suceder más, te traigo un regalo, es que estaba enfadado, tú me haces enfadar y otra vez paliza».

El único contacto que Conchi tenía con el mundo era cuando llevaba y recogía a mis hijos del colegio. «Los vecinos se enteraban de todo. ¡Cómo para no! Pero siempre callaron. Pienso que fueron cómplices, porque no fue una vez, ni dos, ni tres... Es que le puede pasar a tu hija, a tu madre... Es un problema social. Todo el mundo está en el derecho y en la obligación de llamar a la Policía cuando sospecha de un maltrato. Yo ahora no dudo, si lo veo o si lo escucho, llamo. Nadie tiene por qué saber quién ha llamado», argumenta. «Un día empezó a agredir a mi hija en la calle y unas personas lo vieron y, entonces sí, fue tal la violencia que empleó, que lo denunciaron. Si era así en la calle, imagine en casa», señala. A raíz de ese episodio, Conchi acudió «a las trabajadoras sociales del Ayuntamiento. Me aconsejaron que cada vez que me agrediera fuera a mi médico de cabecera, que también era el de él, para tener un parte de lesiones y llevarlo a la Policía Municipal. Ahora el protocolo exige a los médicos de cabecera denunciar pero hace años, no», indica. «Yo no sabía que cada charla con la Policía y los servicios sociales quedaba archivada. El día que por fin me decidí a denunciar salió todo eso».

Conchi se quedó con tres niños y un objetivo: salir adelante. Recibía ayudas sociales, «como la palabra indica, eran ‘ayudas’». Se puso a trabajar y se hizo «adicta al trabajo». «Llegué a tener tres empleos. La gente me trataba tan bien en el trabajo...». Se metió en el mundo de la conducción, sacó una oposición. Hoy esta mujer conduce autobuses. «A mí me curó el trabajo». No ha vuelto a tener pareja. «No es una necesidad, para nada».

«Tras el divorcio me quedé sin nada»

Vive separada de sus dos hijos. Como muchas otras mujeres, ella sufrió en silencio el calvario de los malos tratos en el matrimonio: «Mi pareja y yo dábamos una falsa imagen de armonía de puertas hacia fuera, porque yo dentro del matrimonio sufrí malos tratos, verbales y físicos. Era un infierno, me hizo la vida imposible, y por el miedo que le tenía nunca reuní el valor suficiente para denunciarle durante nuestra época de casados. Solo me atreví a hacerlo una vez divorciados (en el 2009 y por lo civil)».

Desde hace poco más de dos años vive en viviendas de habitaciones compartidas, gracias a la RGI. «Desde que me separé hace siete años, no he levantado cabeza. Me diagnosticaron una depresión poco después, por la que aún hoy sigo recibiendo tratamiento. Después del divorcio me quedé sin nada, porque la casa donde vivíamos era propiedad de los padres de mi expareja. Después de eso, he estado durmiendo en casa de mis padres, en albergues municipales y en pisos compartidos», explica.

Tampoco tuvo demasiado apoyo de su entorno más cercano. «Después de la separación, mi abogada de oficio y una asociación que trabaja en favor de las mujeres maltratadas me aconsejaron abandonar el hogar conyugal, para que mis hijos y yo estuviéramos mejor protegidos. Me frustraba que incluso a mi propia madre le costara ayudarme, me ponía muy nerviosa y eso provocó enfrentamientos que hicieron imposible la convivencia en su domicilio».

Y se fue... a vivir de nuevo con su exmarido. «En marzo de 2011, ante la difícil situación en casa de mi familia se produjo un acercamiento de mi ex. Cometí el grave error de volver a casa con él. Al tiempo, volvió a las andadas, porque ellos no cambian nunca. En noviembre de 2012 la Ertzaintza se lo llevó detenido».

Pero no acabaría ahí el sufrimiento, porque las vicisitudes de la vida colocaron a María José en una encrucijada de difícil salida. Era julio de 2014 y los educadores del servicio de menores, en vistas de la inestabilidad familiar, le sugirieron que cediese la tutela de los pequeños a un centro de la Diputación: «Ha sido la decisión más dura que he tomado en mi vida. Mi exmarido tenía unos horarios de trabajo muy malos y los niños no podían estar así con él. Lloré lo que no está escrito, y tardé varias semanas en convencerme de que era lo mejor para ellos. Hoy solo puedo dar gracias por cómo los cuidan y protegen».

María José reconoce su precario estado emocional: «La situación actual me desagrada y me hace infeliz, sí. Más allá de los medicamentos que me tome, mi depresión sigue ahí, culpándome de alguna manera de todo lo ocurrido. Tengo razones, y muy poderosas, para seguir viviendo».

Maltratador en terapia

«Fui un maltratador, pero tengo derecho a que se me perdone»

Tras años de «insultos y reproches». Andrés decidió tratar su agresividad yendo a terapia. Su pareja, que lo había denunciado, confió en él y hoy siguen juntos

Cuando recibió la denuncia de su pareja y le dijo que su relación había acabado, comprendió que tenía que actuar. La había maltratado psicológicamente durante cerca de una década y decidió ir a terapia. «Para mí es un oasis. Entablamos conversaciones que no tienes habitualmente con amigos cercanos. Obtenemos herramientas para controlar el estado de ánimo», comenta Andrés –no es su verdadero nombre–. Lleva cerca de seis años acudiendo regularmente a Amikeco, una asociación con sede en Bilbao que se dedica a la prevención y el tratamiento de la violencia.

Cuando tuvo que irse de casa se sintió «un fracasado». Habría entendido que ella no quisiese retomar la relación. Pero tres o cuatro meses después de aquella querella, decidió volver con él. «Confió en mí porque en el fondo me tiene como a una buena persona, y yo también confié un poco en mí». Con un par de hijas en común, los problemas en el matrimonio aparecieron de forma paulatina cuando dejaron de ser solo dos. Perdía los estribos cuando se daba cuenta de que la familia no iba como a él le gustaría. «Me alteraba por problemas económicos, tema de futuro, quería que mis hijas estudiasen, unas buenas vacaciones… Creía que actuaba por autodefensa, por el bien de todos. Se me iba contaminando la mente. Te ves como la verdadera víctima de esa situación. Eres víctima de ti mismo», asegura.

«Llega un momento en que la situación resulta insoportable. Todo lo que suponía desviarse del camino que yo establecía derivaba en insultos, descalificaciones o reproches. Maltrato físico ha habido, pero, y no es por justificarlo, ha sido de baja intensidad. Algún empujón», explica. Era «totalmente consciente» de su pérdida de control. «A menudo no sabía que iba a hacer en el instante siguiente. Tienes ganas de agredir, sientes rabia. La mayoría de las veces lo contienes y lo cortas con un portazo o con un puñetazo en la mesa».

«Etiqueta vitalicia»

Sus hijas tienen ahora 14 y 18 años y reconoce que con ellas también se excedió. «Les he exigido mucho y a todos los niveles», lamenta. Andrés agradece que su mujer no pusiera restricciones para verlas mientras estuvieron separados. «Al volver a casa, la pequeña me decía ‘joe, aita, te ha dado una oportunidad, aprovéchala’».

Cada vez que se encuentra con alguna noticia sobre violencia contra las mujeres se le revuelve el cuerpo. Especialmente al principio. «Tengo totalmente admitido que yo era un maltratador. Lo tengo claro. Cuando veo que se producen agresiones, ya sean físicas o verbales, me digo ‘¿quién eres tú para criticar eso?’. Por supuesto que te sientes identificado. Pero lo vas superando», reflexiona pese a reivindicar su derecho a integrarse de nuevo en la sociedad, de recibir ayuda para poder revertir la situación. «Nos quedamos con la etiqueta de maltratador de forma vitalicia».

Lo que más le ayuda a mejorar, fuera de la terapia es estar a solas con su mujer. «Es mi mayor refugio. Incluso si únicamente estamos viendo una película o dando un paseo». Su relación ha mejorado, pero no quiere dejar las sesiones; ha desarrollado una especie de «dependencia». «Me siento bastante perdonado por ella, pero necesito tiempo. Al final creo que yo también seré capaz de perdonarme».

Pilar Martín Nájera Fiscal de Sala contra la Violencia sobre la Mujer

Pilar Martín Nájera, cuando asumió la Fiscalía en julio de 2015

«Muchos agresores acuden a los hijos como forma de atacar a la mujer»

Pilar Martín Nájera Fiscal de Sala contra la Violencia sobre la Mujer

La fiscal anima a la sociedad a denunciar las agresiones y alerta a las víctimas de creencias como que «podrá cambiar» al maltratador

Pilar Martín Nájera es la jefa de la Fiscalía de Violencia sobre la Mujer. Ingresó en la carrera fiscal en 1982, fue la primera mujer en dirigir una Fiscalía superior (en Cantabria) y ejercía en la Sala de lo Penal del Supremo cuando en 2015 se situó al frente de la punta de lanza judicial contra una furia que ahora mismo desangra España: decenas de mujeres asesinadas por sus parejas y 120.000 denuncias por agresión al año.

– La sensación es que la violencia de género va en aumento.
– Funciona por dominación. Si la mujer es servil y sigue las indicaciones de su pareja no pasa nada. No es que aumenten los casos, sino que las mujeres cada vez son más capaces de decir «no» y de denunciar.
– ¿Decir «no» es la clave?
– No podemos proteger a una mujer que no denuncia. Pero no es sólo cosa suya; es un problema de todos. Y hablo a nivel institucional y particular, de hombres y mujeres, del vecino de arriba y del vecino de abajo, del profesional que asiste a la mujer en un centro de salud o del educador que ve que en la familia de ese niño sucede algo. Hablo de todo el mundo que sabe y solo habla cuando ocurre.
– Somos una sociedad pasiva.
– Hay concienciación social, pero no implicación activa. Y yo siempre digo: si hay dudas, que llamen a la Fiscalía, que cuenten lo que saben porque esa mujer necesita ayuda.
– ¿Cualquier persona puede llamar a la Fiscalía?
– Puede dirigirse a la Fiscalía o hablar con el policía local del barrio. Si esa información llega al fiscal, los jueces o la Policía, cuando esa persona denuncie tendremos más elementos de juicio para valorar el riesgo y ortorgarle una protección adecuada. Conseguir eso es nuestro objetivo.
– Abundan los casos en que el agresor logra su fin pese a la protección.
– Si le decimos a una mujer que denuncie y luego no somos capaces de protegerla de manera eficaz no estamos avanzando mucho. Pero hay que analizar cada caso. En algunos, el agresor ya ha cumplido la condena de alejamiento. Otros quebrantan la orden. Y luego una cuestión que nos preocupa mucho son las víctimas que retiran la denuncia, que vuelven con el hombre o que bajan la guardia. Es una violencia muy compleja, porque hablamos de mujeres que todavía tienen una vinculación afectiva increíble con el agresor. Y lo peor es que al volver el hombre está más reafirmado y la mujer más debilitada.
– Sorprende ese desistimiento cuando alguien te ha golpeado.
– Incluso cuando la persona maltratada decide denunciar, el miedo y la fragilidad siguen ahí. Nuestro caballo de batalla es que a la mujer se le apoye de continuo en el duro camino que es el proceso judicial. Si da el paso de romper el silencio, ¿por qué se vuelve atras? A veces porque no encuentra el apoyo que requiere.
– ¡Un infierno...!
– Por eso tenemos que volcarnos en ella. El Estatuto de la Víctima quiere que la mujer pueda prestar declaración con una persona de su confianza, que alguien le acompañe en todos los pasos. Y debería recibir asistencia psicológica incluso si retira la denuncia, porque ya existe un indicio de maltrato. También nos preocupa que si la víctima tiene derecho a no declarar o se acoge a la dispensa, con lo cual tampoco vale nada de lo que ha dicho en comisaría, nos quedamos sin su testimonio y, por tanto, sin prueba para ir a juicio. Normalmente son delitos privados y un parte de lesiones muchas veces resulta indefinido. Un golpe, un moratón y el marido dice: «Se cayó». La dispensa va en contra de todo el sistema de protección y debe ser modificada.
– ¿Por qué una mujer maltratada vuelve con su agresor?
– El agresor no es siempre agresor. Funciona con una zona de sombra, otra de arrepentimiento, otra de luna de miel... Todo eso es cíclico y vuelve loca a la mujer. A veces ésta no es consciente de la gravedad del riesgo que corre o cree que podrá cambiar al agresor. La última víctima fallecida en León acudió en ayuda de su expareja que padecía un cáncer. Pensó que podía ayudarle y que no le iba a pasar nada. Y la forma en que fue asesinada me ha quitado el sueño todo el fin de semana. Con un hacha no se mata ni a un animal.
– La violencia suele ser desmedida.
– Sí, hay muy pocos casos en que a la víctima se le dispare un tiro o aseste una puñalada certera. Hay una especie de enloquecimiento característico de los crímenes de género que no existe en otros asesinatos.
– O eres mía o de nadie.
– Sí, sí, sí. Es el sentimiento de pertenencia o de «me has hecho la vida muy desgraciada». Además, ellos lo dan todo por perdido porque muchos se suicidan. Debería tratarse también a los agresores, entre otras cosas para valorar el riesgo en las mujeres. De puertas afuera el hombre se muestra muy agradable, pero el infierno lo desata dentro de casa.

La bofetada antes que la red

– ¿Cuántas denuncias registran?
– Unas 120.000 al año. El 64% de los casos terminan con condena.
– Es la población de una capital de provincias.
– Cuando llega al Juzgado, la víctima viene muy dañada, aterrorizada; es una persona que llora, que no recuerda y que se contradice. Hay que darlas tiempo, asistirlas con calma. Además, se dictan asuntos muy complejos, como un alejamiento o una retirada de custodia de los hijos. Necesitamos más medios.
– ¿Los hijos se han vuelto rehenes?
– Cuando no pueden con la mujer, muchos agresores acuden a ellos como la forma en que atacan, humillan y controlan.
– Es como una guerra sucia...
– Falta mucha educación.
– ¿Son enfermos, locos o violentos?
– Locos en el sentido de que no se dan cuenta de lo que hacen, en absoluto no. Son agresivos y conscientes de lo que hacen, lo tengo clarísimo.
– Ustedes se fijan mucho en las redes sociales.
– Nos estamos dando cuenta de que ahí no sirve la orden de alejamiento. Vertiendo comentarios de odio o discriminatorios sigue el acoso y el control de la víctima y eso hay que empezar a manejarlo. Muchas mujeres nos dicen que prefieren una bofetada a una foto o un comentario en la red. La bofetada pasa y, si acaso, la ven cuatro, pero en internet no controlan ni quién lo ve ni cuánto dura.