70 aniversario de El Correo en Álava

«Lo ha dicho El Correo»

JUAN PRADA Director de El Correo Álava

El 8 de marzo de 1982 Vitoria se despertó con un suceso que afectaba a su parte más emocional y simbólica. La imagen de la Virgen Blanca, una joya gótica de incalculable valor, yacía rota a los pies de su hornacina en la iglesia de San Miguel. El ataque fue portada de EL CORREO al día siguiente. En su interior, un despliegue: cuatro páginas de información, reacciones de las autoridades, encabezadas por el lehendakari Carlos Garaikoetxea, repulsa de los ciudadanos y una nota editorial de denuncia e indignación. Hasta aquí un ejercicio del mejor periodismo, el que busca transmitir a sus lectores la realidad con rigor, amplitud y sentido. Pero la edición alavesa, dirigida por Ángel Arnedo, dio un paso más y se reafirmó en lo que siempre fue, una parte esencial de la sociedad vitoriana. EL CORREO puso en marcha una cuestación popular para restaurar la imagen que se convirtió en un encomiable ejercicio de solidaridad con la patrona y de reivindicación de las raíces y valores de la ciudad. Y la Virgen Blanca volvió renovada a su hornacina.

Este caso, uno de los muchos vividos durante los setenta años de presencia del diario en Álava, define con precisión su ideario: periodismo independiente y plural, pero con rostro humano y empatía. Rigor y autonomía informativa, pero entroncado en la ciudad, la provincia y sus habitantes. Dos ingredientes que forman la médula de un periódico local que de verdad asume su vocación de información y servicio. En realidad, unos atributos que se traducen en una sola palabra: credibilidad.

70 aniversario de El Correo en Álava

Desde aquel otoño de 1946 al presente noviembre han pasado siete décadas. Tiempo suficiente para medir el desarrollo de una ciudad y su provincia, su evolución urbana y rural, sus singularidades demográficas, los acontecimientos políticos, sus hitos y sus fracasos, los valores de su gente y sus inquietudes cambiantes.

Este número especial de EL CORREO resume el fuerte viento que ha impulsado a Vitoria y Álava hasta la actualidad. Un apasionante viaje en el que la presencia de nuestro diario ha sido constante: más de 25.000 periódicos editados que son un compendio de un intenso período y que servirán, sin duda, de alimento a historiadores, curiosos y amantes de su pasado. Un diario hecho para y por sus lectores y anunciantes, la razón última y definitiva de su existencia y la clave de su éxito.

Presencia activa

EL CORREO, además de «notario de la actualidad», en definición clásica, ha sido en estos años un acompañante activo, comprometido con iniciativas de interés social, económico, cultural y deportivo. Y ha ocupado un papel protagonista, creando espacios de encuentro y avalando proyectos de ciudad y de territorio. EL CORREO forma parte del patronato del Artium, es pilar de la Catedral de Santa María; ha patrocinado y patrocina al Alavés y al Baskonia; impulsa el Festival del Jazz y el FesTVal; organiza un salón inmobiliario, un maratón fotográfico y una feria de vehículos de ocasión; colabora con asociaciones y celebraciones festivas; ampara el concurso de sociedades gastronómicas; promueve una marcha familiar por el anillo verde que se ha convertido en una cita obligada en el septiembre vitoriano; aporta su capacidad de comunicar a iniciativas solidarias y reconoce las virtudes de sus mejores ciudadanos con un galardón, el de Alavés del Mes; y desde más de medio siglo organiza el Campeonato de Mus, la mejor fórmula, y la más duradera, para unir a los pueblos de Álava.

Un sólido líder

Esta sintonía con Vitoria y Álava nos ha hecho acompasarnos al trepidante cambio en los hábitos de lectura e información y a evolucionar al ritmo de la tecnología. Hoy, EL CORREO es un medio de comunicación puntero y de vanguardia con dos propuestas, la convencional y la digital, elcorreo.com, que ha cambiado el papel impreso por el ordenador, el móvil o la tablet. Y cuenta con una tercera opción, ‘Kiosko y más’, para acceder al periódico de papel en dispositivos digitales. Todos son soportes para cumplir el mismo objetivo: informar, servir y entretener. El resultado es un medio líder tanto en su edición impresa, con 99.000 lectores diarios, quintuplicando al siguiente periódico, como en la digital, la web más vista con 114.000 usuarios únicos, muy por encima de sus competidores.

EL CORREO, después de siete décadas, ha formado parte del paisaje emocional y sentimental de generaciones de alaveses. Y tiene voluntad de seguir siéndolo para los nuevos ciudadanos nacidos con el siglo y la digitalización. A fin de cuentas, como aquella primera noticia que se publicó en 1946 y que hablaba de la construcción de viviendas en la calle Ramiro de Maeztu, el secreto del buen periodismo está en la verdad. Es decir, en la tan deseada como frágil credibilidad. Una condición que cuesta mucho alcanzar y se quiebra con facilidad y que se concentra en una frase rotunda que siempre nos ha llenado de orgullo: «Lo ha dicho El Correo».

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La Vitoria de la victoria

Los cuarenta fueron años dedicados a reivindicar una ciudad y una provincia de postguerra donde la frontera entre el triunfo y la derrota no era hermética

Por Javier Gómez Calvo

La noche del 17 de septiembre de 1936 el presidente de la Gestora Provincial Teodoro Olarte fue sacado de la prisión de Vitoria junto con otros cinco presos de izquierdas. Un grupo de requetés los condujo lejos de la ciudad para ser asesinados. En aquella ciudad de provincias de apenas 40.000 almas, el asesinato de la máxima autoridad provincial causó un hondo impacto. En medio de aquel silencio atronador, Don Teodoro, empresario y republicano, había perdido la vida a manos de otros convecinos. No pocos serían testigos anónimos de cómo en plena noche la camioneta de la muerte se cobraba otras cinco vidas, elevando a 82 los asesinatos cometidos por los golpistas desde el 18 de julio.

Seis meses después, el 31 de marzo de 1937, un nuevo magnicidio sacudiría los cimientos de la convivencia ciudadana. Otro Teodoro, el también republicano y alcalde de Vitoria hasta el 18 de julio de 1936, González de Zárate, sería asesinado esa noche en el puerto de Azáceta junto a otros quince reclusos. Bruno Ruiz de Apodaca, un zapatero carlista que comandó aquellos siniestros pelotones, se mostraba convencido de la necesidad de acabar con la Vitoria «placentera, comodona», que representaban «los Teodoros», y también con aquellos que pretendían construir el futuro mediante la destrucción del pasado.

Pero algunos, como el primer alcalde franquista de la ciudad, Rafael Santaolalla, lideraron la respuesta al crimen. Un ingeniero vitoriano preso en el frontón Beti Jai de Logroño se mostró sorprendido de que un grupo de notables alaveses, en el que figuraban varios sacerdotes, marchara a Burgos para exponer con coraje sus quejas. Las órdenes de libertad provisional que, firmadas por el gobernador civil, eran convertidas posteriormente en fusilamientos, no contaban con su aprobación. Las fuerzas vivas de la provincia las consideraban hipócritas, crueles y anticristianas. Rechazando toda componenda consiguieron una especie de autonomía, única en las provincias sublevadas, en virtud de la cual quedaron totalmente suprimidas en Álava las matanzas de retaguardia.

Autoridades civiles y religiosas consiguieron que fuera la última saca organizada en prisión, pero las consecuencias no se hicieron esperar y varios derechistas que alzaron la voz contra las matanzas resultaron detenidos durante varios días o multados. Asesinatos y ‘paseos’ desagradaban a las instituciones no solo por su crueldad, sino también porque la represión contra los disidentes atacaba de plano los principios que soportaban el vitorianismo, esa concepción del territorio como espacio integrado, casi familiar, en el que cada uno de sus miembros cuidaba sus intereses particulares sin quebrar los principios de la solidaridad comunitaria. Un vecino de Vitoria, apenas un niño en aquel momento, condensó en unas pocas palabras el significado simbólico de aquellos crímenes: «A partir de entonces, al salir de casa cerrábamos la puerta con llave». El balance de la política de persecución practicada por los golpistas justificaba el miedo de aquel niño y de tantos otros vitorianos y alaveses: hasta 193 asesinatos políticos, casi dos millares de vecinos procesados por tribunales civiles o militares y doscientos funcionarios separados de sus empleos o sancionados. Sin embargo, la ciudad y la provincia no tardaron demasiado en recomponerse de la tragedia.

El vitorianismo

El vitorianismo, latente siempre, había cristalizado políticamente dos décadas antes de la guerra civil. Guillermo Elío, Gabriel Martínez de Aragón, Jorge Fernández o Luis Dorao impulsaron entonces la Alianza Patriótica alavesa, una coalición de intereses que, a la usanza caciquil, pretendió –y logró– encomendar la protección de la ciudad a Eduardo Dato a cambio de un seguro escaño. La proclamación de la Segunda República separó definitivamente los caminos de todos ellos: Guillermo Elío siguió monárquico, Gabriel Martínez de Aragón se alineó con el republicanismo azañista, el socialista Jorge Fernández se apartó de la primera línea política y Luis Dorao se convirtió en azote de los tradicionalistas desde la dirección de su diario ‘La Libertad’. La división resultante del golpe de Estado dejó a Elío como el único de ellos alineado con los finalmente vencedores. La familia de Gabriel Martínez de Aragón, fallecido en 1934, perdió a Jesús defendiendo Madrid y a Alberto tras ser asesinado en Vitoria en septiembre de 1936. Por su parte, Luis Dorao perdió su periódico –que, bajo control falangista, pasó a llamarse ‘Norte’– y fue encarcelado en dos ocasiones. Jorge Fernández esquivó las consecuencias más duras de la represión política, pero tuvo que pagar cuantiosas multas para que ni él ni su familia perdiesen la vida.

Bandos antagónicos

La confrontación ideológica primero y la imposición por la fuerza de las armas después habían separado en bandos antagónicos a quienes en realidad tenían mucho más en común que aquello que les separaba. Quien primero llegó a esa conclusión fue Elío. Nombrado diputado provincial en agosto de 1936, tardó apenas unas semanas en presentar su dimisión. Incómodo siempre con la violencia y con el autoritarismo, nunca se sintió partícipe de la victoria. Decano de los abogados alaveses –tenía 64 años al comienzo de la contienda civil– pasó los últimos años de su vida defendiendo a vencidos y opositores, como aquellos que en 1946 aprovecharon la inauguración del monumento a Fray Francisco para hacer propaganda o los que en 1951 paralizaron la ciudad con una huelga.

En 1948 falleció Luis Dorao, en cuya defensa judicial durante la guerra fue clave el propio Guillermo Elío. Su entierro lo encabezaron el gobernador civil, el presidente de la Diputación, el alcalde y el obispo de la ciudad. Cuatro miñones y cuatro agentes de la Guardia Municipal trasladaron sus restos a hombros hasta el cementerio y desde el periódico tradicionalista ‘Pensamiento Alavés’ despidieron a su otrora enemigo como un «alavés de los primeros».

En la novela de Alberto Méndez, ‘Los girasoles ciegos’, el capitán Alegría, un militar franquista que saboreaba las mieles del triunfo en los últimos días de la guerra, terminaba así su último parte: «Hecho el recuento de existencias, todo cuadra cabalmente con los estadillos adjuntos. Todo menos el oficial que esto firma, que se considera a sí mismo un círculo cuadrado, un espíritu metálico que, abominando de nuestro enemigo, no quiere sentirse responsable de su derrota». Después se rendía a los derrotados, incapaz de comprender el significado de la victoria, si realmente lo tenía. En la Vitoria de la Victoria, la de los años cuarenta, las puertas volvieron a cerrarse sin llave gracias al papel desempeñado por antihéroes de carne y hueso que facilitaron la (re)invención de una ciudad y una provincia en la que la frontera entre el triunfo y la derrota era más permeable e inestable de lo que pudieran sugerir las lecturas simples de la posguerra.

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El colegio de Marianistas en 1948

El colegio de Marianistas se empezó a construir en 1948

El colegio de Marianistas en la actualidad

En la actualidad, el colegio conserva su campo de arena, el único de la ciudad con este piso

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El despegue: franquismo con desarrollismo

En los cincuenta se pusieron las bases del futuro desarrollo industrial

Por Virginia López de Maturana

La década de 1950 trajo consigo la definitiva institucionalización de la dictadura. El final de la II Guerra Mundial había obligado a la España franquista a ‘desfascistizarse’. Así se alejaba de su reciente pasado y se alineaba en la nueva ‘guerra fría’ con las democracias occidentales frente al comunismo. Para ello, el régimen ideó unas reformas político-institucionales entre las que destacaba la Ley de Bases de Régimen Local, que acometía el proyecto de la denominada ‘democracia orgánica’. De resultas de ella, los concejales serían elegidos por los tercios familiar, sindical y de entidades económicas, culturales y profesionales. El sistema de elección -controlado directamente por el gobernador civil, máxima institución del régimen en provincias- confería a la España de Franco ese necesario ‘lavado de cara’ ante la comunidad internacional, a la vez que le permitía controlar sus instituciones locales.

En 1949 el primer alcalde vitoriano de la ‘democracia orgánica’ fue Pedro Orbea, empresario procedente de una familia de industriales eibarreses que dirigía en Betoño su fábrica de explosivos. Como primer teniente de alcalde tenía a José Mª Rabanera, joven abogado de 28 años que, a su vez, era subjefe provincial del Movimiento. Era esta una figura importante en el entramado institucional del régimen, ya que era la mano derecha del gobernador civil y jefe provincial del partido único FET y de las JONS. Para evitar el predominio político de alguna de las familias del franquismo -como había sucedido en Álava tras la instauración de la dictadura-, los gobernadores civiles procedían de otras provincias. Por eso desconocían las dinámicas de la política local y confiaban en un lugareño para que les mantuviera informados sobre los personajes y entresijos de esta. El subjefe provincial del Movimiento proponía al gobernador nombramientos en ayuntamientos y Diputación -dirigida en esta década por el farmacéutico riojano Lorenzo de Cura-, con el objetivo de controlar las instituciones.

Durante el mandato de Orbea tuvo lugar la huelga de 1951, convocada por el Gobierno Vasco en el exilio, siguiendo la estrategia de su principal grupo, el PNV. Con ella se pretendía llamar la atención de los Estados Unidos y de las potencias occidentales sobre la continuidad del régimen de Franco. El gobernador civil, Luis Martín-Ballestero, trató de mantener el orden clausurando fábricas e imponiendo multas a diversos empresarios, algunos nacionalistas, acusados de auspiciar el paro entre sus trabajadores. Fueron detenidas 77 personas, muchos del PNV y de ELA-STV, y todos afines a las organizaciones obreras de Acción Católica.

Sin embargo, si hubo un personaje trascendental en la historia de la ciudad durante la década de 1950 ese fue Gonzalo Lacalle Leloup, alcalde de Vitoria entre 1951 y 1957, que impulsó una política destinada a promover ordenadamente el desarrollo industrial. Hasta mediados de los cuarenta habían sido las anteriores empresas locales (Ajuria, Aranzábal, Fournier, Orbea y Sierras Alavesas, entre otras) las que habían mantenido la actividad industrial. En los cincuenta arribaron a la capital empresarios guipuzcoanos que llegarían a ser fundamentales en la etapa de desarrollo económico (algunos como Juan Arregui Garay o Ignacio Emparanza Gaztañaga). Sin embargo, fue el plan de Lacalle para la industrialización vitoriana -su famosa Moción municipal de enero de 1956- el que permitió el cambio definitivo de una ciudad que pasó de 52.000 habitantes en 1950 a 74.000 en 1960 y a 170.000 a la muerte de Franco, en 1975.

De manera que aunque la industrialización tuvo su momento en los sesenta, en la década anterior se pusieron las bases: en 1951 llegó Imosa, germen de la futura Daimler-Chrysler (la actual Mercedes), en 1958 se inauguraron los embalses del Zadorra, antes había arrancado la concentración parcelaria en una experiencia en Eguileta y se multiplicaban los regadíos y las colonizaciones en la Rioja alavesa. Llodio y Amurrio mantenían una inercia industrial iniciada ya en los treinta por iniciativa del capital vizcaíno. La provincia empezó a emigrar masivamente a la ciudad: fueron los primeros emigrantes. Y la ciudad necesitó ensancharse de nuevo para resolver su problema de tamaño: Bastiturri, Coronación, Los Herrán, Desamparados…; enseguida vendrían los barrios periféricos. Hubo que construir nuevas instalaciones y servicios: iglesias de La Coronación y Los Ángeles, escuelas y cines (Vesa, Amaya y Samaniego), el moderno hotel Canciller Ayala, junto a la Nacional-1, o poblados de emergencia, como Abetxuko y Errekaleor. El Plan de Ordenación Urbana de 1954 quedó desbordado a poco de ponerse en marcha.

Luis Ibarra Landete sucedió a Lacalle hasta 1966. Hombre enérgico, consolidó esa política desarrollista en su década decisiva. Al comienzo de su mandato el Ayuntamiento acogió a un grupo de jóvenes concejales que trataban de beneficiarse del cargo para sus negocios, a la vez que colaboraban al desarrollo de ‘su’ ciudad, aunque fuese desde una perspectiva empresarial paternalista. Poco después, en las elecciones de 1963, quienes entrarían serían otros distintos, procedentes de los sectores más renovadores de la Iglesia católica, que constituyeron el primer grupo de disidentes del régimen, actuando en el seno de sus propias instituciones. Y es que tras la desarticulación de casi toda la oposición organizada al franquismo -en 1958 cayó detenido el socialista Antonio Amat, el enigmático ‘Guridi’-, un sector de la Iglesia vinculado a la Acción Católica y encabezado por el sacerdote Carlos Abaitua animó una candidatura para el tercio familiar. Esta, conformada por Fernando Gonzalo-Bilbao, Daniel Anacabe Lazpiur y Raúl Isaías Díaz Romero, venía a representar culturas políticas ahora condenadas al ostracismo (el republicanismo moderado, el nacionalismo vasco y el socialismo), así como las diversas realidades de la nueva ciudad (la Vitoria de siempre, los empresarios ‘del Norte’ o los obreros ‘del Sur’, respectivamente). Estos concejales ‘sociales’ alteraron algo la anodina vida municipal, aunque el gobernador se aseguró a partir de entonces del resultado de esas elecciones de la ‘democracia orgánica’.

Los cincuenta fueron años de nacionalcatolicismo, como evidenciaron los muchos y masivos actos de la Santa Misión de 1951 o de la Coronación de la Virgen Blanca, en 1954. Pero también vieron la división de la Diócesis Vascongada con sede en Vitoria que, hasta ese momento, abarcaba las tres provincias vascas. En 1949 Pío XII creó las diócesis de Bilbao y San Sebastián. José Mª Bueno Monreal fue el primer obispo solo de Vitoria y su principal legado fue aquella coronación de la Virgen, patrona de la ciudad, en cuyo honor se celebraban las tradicionales fiestas de la ciudad. Desde 1957, y a iniciativa de la cuadrilla de blusas ‘Los Tímidos’, cada 4 de agosto el aldeano Celedón, llegado de Zalduendo, aterrizaba en la ciudad para la festividad. La provincia se subsumía en su flamante capital.

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Andenes con viajeros en la vieja estación de autobuses (1950)

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El museo Artium se erige ahora en el mismo solar.

El museo Artium se erige ahora en el mismo solar.

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Pisando el acelerador

Vitoria se convierte en un referente de desarrollo industrial y urbano. Al acabar la década, la capital y Álava habrán cambiado definitivamente

Por Aitor González de Langarica

A veces, unos pocos datos reflejan con precisión la entidad de un cambio histórico. Es el caso de Álava y su evolución durante los años 60 del siglo XX, donde basta con decir que la provincia pasó de poco más de 138.000 habitantes en 1960 a rozar los 200.000 en 1970. Importante añadir que su capital apenas llegaba a los 74.000 habitantes en 1960, pero que diez años después superaba los 137.000. Los números dan cuenta del acelerado crecimiento, pero también del profundo cambio de la distribución demográfica provincial, consolidándose una tendencia iniciada en la década anterior: el desplazamiento desde las zonas rurales hacia la capital.

Así, durante los años 60, Vitoria acaparó de manera extraordinaria el incremento demográfico, pero también económico e industrial de Álava. Para entonces, tan solo la otra zona industrial de la provincia, la de Llodio-Amurrio, experimentó un crecimiento poblacional significativo; espectacular en el primero de los casos, pues duplicó su población en aquella década, pasando de 7.239 a los 15.587 habitantes de 1970. Sin embargo, en términos absolutos, Llodio resultaba una excepción en la tendencia general de la provincia.

Efectivamente, la década de 1960 fue la de la definitiva industrialización de Vitoria y Álava. Superado el breve y profundo parón económico que acarreó el Plan de Estabilización de 1959, el Ayuntamiento continuó aplicando su modelo industrializador, iniciado en la década anterior. Con Luis Ibarra como alcalde se pusieron las bases para ampliar el polígono industrial de Gamarra-Betoño, que había sido el primero planificado con el nuevo y exitoso protocolo municipal de creación de suelo industrial. La nueva reserva dio lugar al polígono Gamarra-Arriaga, que fue destinado mayoritariamente para SAFEN-Michelin, la firma que pronto contaría con la factoría con más trabajadores de la ciudad.

El Ayuntamiento no se conformó y continuó perfeccionando su modelo elaborando planes parciales, cuyo siguiente paso se materializó en el polígono de Larragana. Así, Vitoria fue pionera en el crecimiento económico de la década de 1960 a nivel estatal, y lo hizo con un mecanismo propio de atracción industrial, al margen de las políticas oficiales del Gobierno. A la continua llegada de nuevas empresas se unió el enorme crecimiento de otras instaladas en la ciudad durante la década de 1950, como Forjas Alavesas, Esmaltaciones San Ignacio y, especialmente, Imosa (fabricante de vehículos marca DKW). Mientras tanto, Llodio, que ya había experimentado una industrialización espectacular desde los años 30, conoció el establecimiento de otras importantes factorías. Cabe destacar entre ellas Vidrieras de Álava (Vidrala), que continuaba respondiendo a la dinámica anterior de inversiones en la zona a cargo del gran capital vizcaíno (de las familias Delclaux, Oriol y otras). También fue fundada en 1963 otra de las empresas industriales de referencia de la localidad: Tubacex.

Todo aquel desarrollo industrial propició el extraordinario crecimiento demográfico apuntado anteriormente. Vitoria no solo absorbió a buena parte de la población rural alavesa, sino también a muchos inmigrantes procedentes de otras provincias: de Castilla y de las otras provincias vascas, pero también de más lejos, de Extremadura, Andalucía o Galicia. Además, la juventud de esa inmigración propició un crecimiento vegetativo formidable: más de 29.000 nacimientos entre 1961 y 1970. La energía humana era entonces desbordante.

El rápido crecimiento demográfico originó una urgente necesidad de vivienda nueva, asequible para los nuevos trabajadores que llegaban a la ciudad. Así, a principios de los años 60 se completaron en Vitoria los dos primeros barrios obreros de cierta envergadura: Adurza al sur y Zaramaga al norte. Los dos se acercaban a sus respectivos polígonos industriales y se ligaban a la ciudad mediante otros tantos anteriores ensanches. Como habían hecho con las zonas industriales, los responsables municipales no quisieron dejar escapar el control del diseño de los nuevos barrios a edificar en los años posteriores: Arana, El Pilar y Txagorritxu. La preparación planificada de suelo urbano facilitó la rápida edificación de viviendas -14.000 entre 1966 y 1970-, dando lugar a su vez a otro potente sector económico en la ciudad: el de la construcción.

Las urgencias llevaron al Ayuntamiento a centrar su atención en consolidar industrias y construir viviendas. Si eso lo hizo bien, no fue tan eficaz a la hora de dotar de servicios a una población creciente. La construcción de equipamientos fue más de los años 70, aunque sí se lograron algunos éxitos destacables en esta década, como el Parque Municipal ‘Playa de Gamarra’, con varias piscinas y zonas de esparcimiento, además de instalaciones deportivas. Las plazas escolares constituyeron un problema, mejor resuelto entonces desde lo privado que desde lo público: por ejemplo, el colegio San Ignacio, en Adurza, y su servicio de guardería fueron una iniciativa del Secretariado Diocesano de Carlos Abaitua.

La presencia creciente de automóviles y el incremento de las dimensiones físicas de la capital incorporaron el problema del tráfico de vehículos y de los desplazamientos urbanos entre la casa y el trabajo. En 1961 la empresa municipal de vivienda (Vimuvisa) se hizo cargo de los autobuses urbanos y seis años después se creaba Tuvisa. Incluso el tren Vasco-Navarro comunicaba diversas zonas de la ciudad desde Olárizu hasta Eskalmendi. El consumo privado creció notablemente, dirigiéndose ahora hacia los electrodomésticos: su compra la facilitaba una empresa de préstamos como Crevitor. Se fueron abriendo mercados de barrio y los primeros autoservicios. La televisión y el teléfono particular eran todavía símbolos de un cierto estatus.

El escaso ocio -era una sociedad para el trabajo- se repartía entre el deporte y el cine. El más popular seguía siendo el fútbol, pero también la pelota y el ciclismo. El baloncesto comenzó a asentarse con la reforma del Frontón Vitoriano, donde se jugaban los partidos más importantes. En cuanto al cine, Vitoria sumaba entonces casi 9.000 butacas y triunfaban las cintas de entretenimiento, obligatoriamente introducidas por el noticiario documental del régimen (NO-DO).

Fuera de la capital, el notable descenso de población en las zonas rurales llevó a la Diputación dirigida por Manuel Aranegui entre 1957 y 1966 a promover un plan para industrializar otras comarcas de la provincia. Pero aunque se contaba con el exitoso ejemplo vitoriano, competir con la capital no fue tarea fácil en aquellos años. La Diputación aprobó en 1966 su propio Plan General de Ordenación Provincial que no comenzaría a aplicarse hasta la década de 1970 (Ansoleta, Ayala, Amurrio y Villarreal). Bajo la alcaldía de Manuel Lejarreta, entre 1966 y 1972, la capital alavesa continuó consolidándose como un referente del desarrollo industrial y urbano a nivel estatal. Al finalizar la década de 1960 Álava y Vitoria habían cambiado para siempre.

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Un cross en el Prado en 1963

La fiebre por correr viene de lejos. Un cross en el Prado en 1963.

Fiz y los korrikalaris habituales del parque

Fiz y los korrikalaris habituales del parque.

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Luz al final del túnel

Los años setenta son los del fin del franquismo y los profundos cambios sociales y políticos en Álava. Un período marcado por los trágicos sucesos del 3 de marzo de 1976

Por Carlos Carnicero Herreros

Los setenta supusieron el punto de llegada del desarrollo y la eclosión en la provincia de las consecuencias y cambios sociales y políticos que este había supuesto. A la vez, junto al resto de vascos y españoles, los alaveses asistirían al final de la larga dictadura franquista y al complejo transitar hacia una nueva experiencia democrática.

Como prolongación del tiempo anterior, los primeros años de la década continuaron en Álava por la senda marcada de industrialización, inmigración, urbanización y creciente consumo. La industria se consolidó como principal motor económico de la provincia y continuó provocando un notable efecto llamada para los inmigrantes que buscaban una vida mejor en la seguridad del salario fabril, lejos de las estrecheces y dureza de la vida rural, y con mayor acceso a las nuevas comodidades: los electrodomésticos, el automóvil, el ocio y el consumo… Vitoria, Llodio, Amurrio y Salvatierra -donde se habían ido formando los polígonos industriales más importantes- fueron los principales lugares de asentamiento de esos nuevos alaveses.

Ese crecimiento económico e inmigratorio duraría hasta mediada la década, cuando los efectos de la crisis económica mundial de 1973 comenzaron a sentirse con más fuerza. La crisis se notó más en Llodio que en la capital, por el tipo de industria predominante y por su estrecha vinculación al entramado industrial del Gran Bilbao, también muy afectado. A pesar de ello, en los cinco primeros años de la década la capital ayalesa pasó de 15.589 habitantes a 19.321 (incluso la término con 20.625). Por su parte, Vitoria se consolidó como ciudad de mediano tamaño, pasando de 136.873 habitantes en 1970 a 170.870 en 1975 (y 190.000 en 1980). El peso de la industria en la economía provincial había crecido hasta el punto de que en 1970 el 58,4 % de la población activa trabajaba en ella. Y así se mantendría durante toda la década.

En aquella primera mitad de los setenta comenzaron a vislumbrarse los efectos del cambio. La dictadura franquista era ya una excepción terrible y anacrónica en la Europa Occidental, pero sus dirigentes volvieron a un ciclo represivo como respuesta a la creciente demanda social de más libertades. Las luchas de los trabajadores por mejorar sus condiciones de vida encabezaron aquella oposición al régimen. Las huelgas obreras fueron haciéndose cada vez más frecuentes incluso en la tranquila Álava, como se vio en 1972 con la de la multinacional francesa Michelin, la factoría con más trabajadores entonces. Aquella fue una de las primeras señales de que algo importante había estado pasando durante los últimos años: una transformación social sin precedentes. Los jóvenes, mayoritariamente inmigrantes y trabajadores industriales, junto a sus familias, habían pasado a conformar otra realidad sin la que Vitoria ya no podría entenderse. Un nuevo colectivo que se volvería a hacer presente con más fuerza en las huelgas de 1976 y que quería tomar las riendas de su propio destino, con mejores condiciones laborales y de vida.

Junto a la Vitoria inmigrante se renovaron en esta década las élites que procedían de la Vitoria y provincia de siempre, habituadas a moverse dentro o en la periferia del régimen -más que en su oposición- y que ahora atisbaban la oportunidad del cambio y se disponían a él. Primero dinamizaron experiencias culturales y sociales -del Club Aquinas al Centro Social de Adurza-, pero enseguida se aprestaron a lo abiertamente político. En 1973 algunos representantes de esta ‘Vitoria moral’ fueron elegidos concejales por el ‘tercio familiar’ (o por el de entidades): José Ángel Cuerda y Mª Jesús Aguirre, Merche Villacián y Mª Ángeles Cobas; pero antes lo había sido un obrero católico como Pepe Valderrama o el abogado José Vidal Sucunza. Su labor no pasó desapercibida: eran los llamados ‘renovadores’, que si bien no lograron poner en peligro el control que el régimen ejercía sobre la institución, sí que se entrenaron para auparse a esta cuando llegasen los nuevos ayuntamientos democráticos al final de la década. Algo parecido ocurrió en Llodio con personajes como Pablo Gorostiaga o Juan Laburu, que continuaron siendo importantes figuras políticas a nivel local tras la llegada de la democracia. También en la capital ayalesa destaca la designación de la primera alcaldesa en la historia de la provincia, en la persona de Mª Josefa Ochoa, que ocupo el cargo de 1974 a 1977.

El cambio de la estructura social derivado de la industrialización transformó también las actividades cotidianas de los alaveses. El deporte, los bares y salas de fiestas, las actividades culturales y los espectáculos fueron haciendo cada vez más dinámica la vida en la capital, dando cierto respiro a las interminables jornadas laborales de buena parte de la población, con sus horas extraordinarias y el habitual pluriempleo. La nueva cultura despegó. El teatro contó con compañías como ‘La Farándula’ y con el Festival Internacional de Teatro (1975), animados por Félix G. Petite, y pronto se fundó la cooperativa ‘Denok’. La música conoció la actividad de algunas corales, como la Santa Lucía de Llodio, y el arranque del Festival Internacional de Jazz (1976). El Colegio Universitario de Álava se convirtió en el germen del futuro campus alavés. Nuevas instalaciones propiciaron esas y otras actividades, como la Casa de Cultura de La Florida, en 1976, o el polideportivo de Mendizorroza, inaugurado ya en 1969.

Pero 1976 es el año clave que marcará la entrada de la sociedad vitoriana y alavesa en un nuevo tiempo tras la reciente muerte del dictador. Las huelgas comenzadas al iniciar el año culminarían con los tristes hechos del 3 de marzo, estableciendo un antes y un después. Lo ocurrido en Vitoria, junto a otros hechos que se produjeron en diversos lugares del país, evidenció que la continuidad del franquismo tras la muerte de su mentor, como pretendía el Gobierno de Arias Navarro, era inviable. Y si bien es cierto que la presión de la oposición política en las calles no consiguió derribar la dictadura, resulta evidente que el impulso reformista desde dentro del régimen respondió a la misma hasta forzar a las Cortes franquistas a hacerse el ‘harakiri’ el 18 de noviembre de 1976. En diciembre los alaveses votaron mayoritariamente a favor de la Reforma Política propuesta por Adolfo Suárez.

Las primeras elecciones democráticas, en 1977, las ganó en Álava precisamente el partido del presidente del Gobierno, la UCD. Un partido que aquí también se conformó desde arriba, desde el gobierno civil, de manera apresurada y con escasos mimbres, pero que recibió el respaldo de muchos partidarios de un cambio prudente y pausado. Pero aunque volvió a ganar las generales de dos años después, enseguida el nacionalismo vasco empezó a manifestar su mayor extensión por el territorio provincial y su progresivo empuje. Así ocurrió en la elección de los primeros ayuntamientos democráticos en la primavera de 1979. José Ángel Cuerda comenzó ahí su larga andadura al frente del vitoriano y su correligionario Emilio Guevara pasó a presidir la Diputación. El PNV consiguió ya entonces el mayor número de concejales electos, lo que venía a indicar que era el partido mejor organizado en Álava al comenzar la nueva etapa democrática. Poco después, el 25 de octubre, los alaveses votaron mayoritariamente a favor del Estatuto vasco, que posibilitó el desarrollo futuro del autogobierno. Con todas las dificultades, al final del túnel se apreciaba la luz.

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Kalejira en la calle Dato por el ascenso a Segunda del Alavés en 1974

Kalejira en la calle Dato por el ascenso a Segunda del Alavés en 1974.

La recientemente reformada avenida de Gasteiz dista mucho de la comercial arteria de los 70, pero aún se reconoce su encanto.

La recientemente reformada avenida de Gasteiz dista mucho de la comercial arteria de los 70, pero aún se reconoce su encanto.

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Vitoria-Gasteiz capital

Álava protagoniza la construcción de Euskadi política, que impulsa sobre todo a Vitoria al convertirse en su capital. El terrorismo de ETA sacude también el territorio

Por Antonio Rivera

La construcción de la Euskadi política, consecuencia del Estatuto de Gernika y de la Constitución del 78, fue un proceso laborioso y finalmente exitoso que tuvo a Vitoria y a Álava como referencias inexcusables en la década en que esta hubo de poner sus cimientos. La ciudad se convirtió en la Vitoria-Gasteiz sede de las instituciones vascas y Álava, con su diputado general al frente, Emilio Guevara, empujó para que esa Euskadi política cobrara la forma interna confederal que aún conserva. A la vez, fue un tiempo de crisis, tanto socioeconómica como sociopolítica, pero también de consolidación de las nuevas realidades y, con ello, de un papel diferente para nuestro territorio.

La ‘capitalidad’ tuvo mucho de casualidad y oportunidad. El nacionalismo mantenía su ensoñación navarrista -Pamplona como futura capital de una Vasconia o Euskal Herria unitaria- y se inclinó por Vitoria provisionalmente con la esperanza de que las bondades de la elección “hicieran más vasca” a la provincia. No cabe duda que lo lograron: la llegada de muchos profesionales del norte, favorecidos por la promoción social asociada al dominio del euskera, vasquizaron tan fronteriza y mestiza provincia; la asociación de los negocios locales al maná de la nueva administración vasca favorecieron adhesiones pronto añejas e inquebrantables. A la vez, un puñado de edificios se dispuso solícito para amarrar las instituciones a la nueva Vitoria-Gasteiz.

Los beneficios fueron muchos. La provincia acogió a un número de empleados públicos muy superior a lo que esta suponía en el conjunto poblacional vasco. La economía derivada de estos y del movimiento que generan las instituciones animó otros negocios paralelos (transportes, hostelería, comercio). La mejor recaudación enriqueció al territorio; incluso al cabo de las décadas llegó la guinda del canon de capitalidad. Aunque no lo justifique solo este factor -la industria sigue teniendo mucho que ver en esto-, lo cierto es que desde 1980 hasta 2010 Vitoria incrementó en casi 50.000 habitantes su censo, mientras el Bilbao metropolitano perdía una cantidad similar; la mitad del incremento poblacional vasco de esos treinta años se produjo aquí. La capitalidad tenía mucho que ver en ello.

También tuvo que ver Álava -en este caso un político, Emilio Guevara, y una particular tradición provincialista- en cómo se iba a organizar esa Euskadi política. La pulsión de contar con un gobierno común creado ‘ex novo’ invitaba a contemplar un país de solo dos millones de habitantes de manera unitaria, pero la tradición foral y la del nacionalismo vasco aranista animaron una fórmula confederal; después, la acometida de un nacionalismo amenazador fortaleció la tesis provincialista como protección frente a la tentación homogeneizadora de aquel. La cosa es que cada provincia (ahora llamada ‘territorio histórico’) retenía un alto grado de autonomía, de capacidad institucional y de recursos, y el gobierno vasco común se hacía sitio entre los ámbitos de gestión. A grandes rasgos, las diputaciones mantenían los cometidos tradicionales (fiscalidad y hacienda, comunicaciones y territorio, agricultura, servicios sociales y cultura) y el Gobierno vasco se ocupaba de los nuevos (educación, sanidad, seguridad, planificación económica y coordinación institucional). Una consecuencia de esa concepción es el carácter paritario de la representación en el Parlamento Vasco, que beneficia a la menos habitada Álava.

Pero los ochenta fueron también años de un intenso pulso por cómo hacer este país. El proyecto institucional tenía un respaldo mayoritario, pero se estrenaba compitiendo con otro muy agresivo, capaz de justificar políticamente el terrorismo de ETA. La provincia no quedó al margen de esa sangría. Treinta y ocho personas resultaron asesinadas en Álava en esa década, que empezó brutalmente con nueve en 1980 y que incluyó a los jefes de miñones, policía municipal y Ertzaintza (Velasco, Lázaro y Díaz Arcocha), a políticos (Ustaran), empresarios (Hergueta) o militares (Azcárraga), además de policías y civiles.

Por otra parte, la agitación de la calle en esta década fue constante, en parte motivada por cuestiones políticas -todo lo que rodeaba al terrorismo, en contra y, sobre todo, a favor; demandas nacionalistas; otras de tipo social-, pero también por las sociolaborales, en protesta por la reconversión industrial o por resistencia a los incrementos de productividad, como en Aceros de Llodio o Michelin, respectivamente. Aunque impactó fuertemente en empresas de aceros especiales (las de Llodio o Forjas Alavesa), la provincia aguantó esta crisis la que mejor entre las vascas. Pero es que, además, la competencia establecida entre las organizaciones políticas y sindicales, así como la percepción de que el proceso de Transición seguía abierto, contribuía a mantener viva esa protesta social. Su reverso fue una operación generalizada en todo tipo de organizaciones para acomodar a las nuevas posibilidades y formas de la democracia y del gradualismo político el comportamiento de sus afiliados. En Álava se conocieron entonces grandes crisis internas en sindicatos como UGT -que llegó a ser disuelto- o Comisiones Obreras o partidos como el socialista o la escisión del nacionalista vasco (Eusko Alkartasuna), entre otros.

La década fue sobre todo de construcción de lo nuevo. Ahí se destacó José Ángel Cuerda al frente de la alcaldía vitoriana. Con un espíritu arrollador -“el Ayuntamiento no será competente en la materia, pero eso no le hace incompetente”- y con una idea muy clara de por dónde pasaba el futuro de la ciudad (integración social, sostenibilidad y un civismo casi puritano), lideró una política que tuvo por resultados unos potentes servicios sociales, un alto nivel de gasto, crecimiento urbanístico constante, de calidad y controlado -a pesar de que el suelo ocupado se incrementó un 50% entre 1987 y 2006, con casi 50.000 nuevas viviendas-, compromiso medioambiental, receptividad de las novedades y decisiones de riesgo. Una amplia nómina de referencias la identifican: la red de centros cívicos y el Palacio Europa, la defensa institucional de los derechos humanos y aquel 0,7% de cooperación internacional, la oficina municipal de objeción de conciencia, el Centro de Imagen y Nuevas Tecnologías, el Ingreso Mínimo de Inserción (la RGI de entonces) o los quince metros cuadrados de zona verde por habitante. Su posición privilegiada en el ranking de ciudades con mayor calidad de vida constituía el mejor éxito para su política y para el carácter local: el premio a lo cotidiano y discreto frente al éxito por lo puntual.

A distancia de ese mundo institucional, la resaca del hiperactivismo político (la versión local del ‘desencanto’), el juvenilismo y un espíritu transgresor y autónomo dieron lugar a un brillante momento cultural en Vitoria. Cineastas (Bajo Ulloa y el CINT), músicos (grupos como Hertzainak, La Polla Records, Cicatriz o Potato), pintores y demás artistas plásticos (y su Asociación de Artistas Alaveses), agitadores culturales (Ángel Martínez Salazar y las revistas Maskara y Lux Daemoniorum, o Resiste), galerías de arte y salas de exposiciones (Trayecto y Sala Amárica), comiqueros, radios libres (Hala Bedi), espacios (muchos bares del Casco Viejo, como el Sagu Alai y el Café de la Música, o el Gaztetxe), manifestaciones (las alternativas y ateas)… proporcionaron una década de oro a la cultura local que se fue apagando (o simplemente cambiando de formas) conforme invadía los siguientes decenios. Fue un contexto de creación desbordante, de auténtica capitalidad cultural vasca, pero que impedía ver a sus protagonistas la otra ciudad y provincia que se iban asentando a pesar de la profunda crisis social que rodeaba a todos.

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Karmele Agirre toca el txistu ante Ajuria Enea, una imagen habitual de 1984.

Karmele Agirre toca el txistu ante Ajuria Enea, una imagen habitual de 1984.

José Ángel Cuerda, primer alcalde de Vitoria-Gasteiz tras la recuperación de la democracia.

José Ángel Cuerda, primer alcalde de Vitoria-Gasteiz tras la recuperación de la democracia.

90

Los felices Noventa

Los años noventa para Álava fueron un período de transición en lo económico y lo social y de alternancias políticas, con apuntes de lo que sería el cambio de siglo

Por Santiago de Pablo

Vista con perspectiva, la década de 1990 en Álava aparece en muchos aspectos como una etapa de transición. Demográficamente fueron años de escaso crecimiento, en comparación con décadas anteriores e incluso con el incremento de población que ha acompañado a los primeros lustros del siglo XXI. En 1990 el territorio histórico contaba con 277.000 habitantes; diez años más tarde esta cifra solo había ascendido a 286.000. Todo ese crecimiento se concentraba en Vitoria, que pasó de 206.000 a 216.000 habitantes. Tras unos años de parón, se iba levantado el nuevo barrio residencial de Lakua, pero aún quedaba lejos la futura expansión de la ciudad en Salburua y Zabalgana, que caracterizó a la década de 2000. El comercio y otros servicios -como los cines- seguían aferrados a su geografía tradicional, en el centro de la ciudad, y muchos veían con prevención la anunciada apertura en 2001 de los primeros grandes centros comerciales fuera del centro urbano (Lakua y Gorbeia).

En 1990 nacía la flamante Caja Vital Kutxa, al fusionarse las antiguas Cajas Municipal y Provincial. El panorama económico, relativamente benigno si lo comparamos con las crisis de 1974 y 2008, iba acompañado de una renovación de los sectores y empresas predominantes. Se incrementaba el sector servicios, desaparecerían antiguas industrias pesadas (Forjas Alavesas), se fortalecían otras ya veteranas, como Mercedes y Michelin, y se abría el camino a un nuevo modelo de industria: en 1992 se inauguraba en Miñano el Parque Tecnológico de Álava, que enseguida albergaría a compañías punteras, con énfasis en innovación y desarrollo sostenible. Con todo, la corta pero intensa crisis de 1995 disparó por momentos las cifras de paro.

Llodio, la segunda localidad de la provincia, sufrió las consecuencias de ese cambio de ciclo. Tras alcanzar poco antes de 1990 su máximo histórico, con unos 21.000 habitantes, a partir de ahí continuó una disminución que se ha mantenido hasta hoy. Por el contrario, núcleos próximos a Vitoria -como Agurain-Salvatierra o Alegría-Dulantzi- crecían aceleradamente aprovechando el incremento del precio de la vivienda en la capital. La composición de la población también entraba en una fase de cambio. El número de inmigrantes extranjeros, poco numeroso hasta entonces, fue creciendo hasta alcanzar en 2000 un total de 4.700 en toda Álava. Muy pocos todavía, si tenemos en cuenta que hoy son más de 28.000.

El panorama político presentaba igualmente indicios de un cambio de rumbo. Desde la Transición, el nacionalismo vasco, y en concreto el PNV (o fugazmente Eusko Alkartasuna, al optar al principio José Ángel Cuerda por ese partido), había controlado las instituciones alavesas. En la década de 1980 los nacionalistas habían logrado una presencia en Álava inimaginable antes de la Guerra Civil. A lo largo de los años noventa las cosas comenzaron a cambiar, dando lugar a un panorama mucho más plural. En 1990 Unidad Alavesa había irrumpido sorpresivamente con fuerza en el Parlamento vasco, con un discurso localista y antinacionalista vasco. El partido liderado por Pablo Mosquera siguió teniendo un importante protagonismo a lo largo de la década, antes de desaparecer. En la Diputación, la crisis del PNV, que condujo a la escisión de EA, permitió al socialista Fernando Buesa ser diputado general en 1987-1991. Tras dos mandatos jeltzales (Alberto Ansola y Félix Ormazábal), en 1999 Ramón Rabanera (PP) pasaba a presidir la máxima institución provincial. A la vez terminaba la era Cuerda al frente de Vitoria, con Alfonso Alonso (PP) como nuevo alcalde.

Durante la larga etapa de José Ángel Cuerda en la Alcaldía, este había dotado a la ciudad de un carácter específico, basado en el alto nivel de los servicios municipales, en el empeño por conseguir una ciudad sostenible, pulcra y cuidada, en los buenos equipamientos sociales o en los centros cívicos. De hecho, pese a que desde su marcha hasta hoy han pasado por la Casa Consistorial cuatro alcaldes de tres partidos distintos (PP, PSE y PNV), la idea de ciudad diseñada por Cuerda no ha sido puesta en cuestión en lo principal. No obstante, su etapa incluyó también algunas decepciones: el alto precio de la vivienda, los problemas del tráfico rodado o, al final de su gobierno, el ‘affaire’ de la fallida nueva estación de autobuses, que iba a levantarse en la calle Francia, en el solar donde se había derribado la antigua estación y que hoy ocupa el Museo Artium.

En cualquier caso, con Alonso y Rabanera el PP controlaba al final de la década de los noventa las dos principales instituciones alavesas: lo que para algunos podía parecer algo extraño, significaba en parte la recuperación de cierta tradición política de Álava, históricamente diferente del resto de sus ‘provincias hermanas’. Pero el mismo año, en enero de 1999, tras vencer en las elecciones de octubre del año anterior, el llodiano Juan José Ibarretxe (PNV) se convertía en el primer lehendakari alavés. Esta pluralidad política no haría más que incrementarse en los primeros lustros del siglo XXI, en los que populares, socialistas y jeltzales han ido rotando en el Ayuntamiento de Vitoria y en la Diputación, con el nacionalismo al frente de la mayor parte de los demás municipios alaveses.

Más allá de la política, Álava vivió importantes logros en otros aspectos a lo largo de los años noventa. Mientras se iba consolidado el campus de la Universidad del País Vasco, en 1991 el cineasta vitoriano Juanma Bajo Ulloa ganaba la Concha de Oro a la mejor película en el Festival de San Sebastián con ‘Alas de mariposa’. El mismo año, la Fundación Sancho el Sabio -el más importante centro de documentación del mundo en estudios vascos- inauguraba su sede del Palacio Zulueta, en el Paseo de la Senda. En 1999 se creaba la Fundación Catedral de Santa María y se estrenaba el Museo de Arte Sacro. Poco antes se había abierto el Centro Cultural Montehermoso.

En el terreno deportivo, en 1995 Martín Fiz se proclamaba campeón del mundo de maratón. Al año siguiente varias gimnastas alavesas lograban el oro en los Juegos Olímpicos de Atlanta (Estados Unidos). A la vez, el Baskonia alcanzaba sus primeros títulos, iniciando una etapa dorada del baloncesto alavés, que todavía hoy se mantiene. En 1998 el Deportivo Alavés ascendía a Primera División, tras más de cuarenta años deambulando por categorías inferiores. Y justo antes de finalizar la década, en 1999, Juanito Oyarzábal ascendió el Annapurna, convirtiéndose así en el sexto hombre que conseguía ascender a los catorce picos de más de 8.000 metros del planeta. El siglo XX dejaba a la provincia en lo alto.

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Parcelas en las que empezaba a extenderse Lakua, con el Gobierno vasco (1992)

Parcelas en las que empezaba a extenderse Lakua, con el Gobierno vasco (1992)

Vista de Lakua desde la plaza América Latina

Vista de Lakua desde la plaza América Latina

XXI

Trabajo, burbuja... y crisis

Álava transita por el nuevo siglo con el reto de plantearse otra vez su futuro

Por Antonio Rivera

El pasado se mira desde el presente. Hay que mantener una esforzada tensión para leer la historia en las lógicas de su propio momento. El presente tiene la ventaja de ser el único tiempo real. Lo de ayer cobra forma precisa y cambia conforme cómo lo miramos desde el ahora. Y el mañana no es sino una lucubración deseosa que surge de nuestro instante. Por eso toda historia, como decía Benedetto Croce, es contemporánea: porque si no sirve para explicarnos nuestro presente es prescindible, pura antigualla, no es historia.

Al empezar el siglo XXI, los alaveses, como los vascos y los españoles, vivíamos una extraña situación. Un factor local, el terrorismo de ETA, empañaba hasta casi hacer perder de vista una burbuja de bienestar muy generalizada. En 2007 habíamos alcanzado en la provincia la utopía del pleno empleo y el metro cuadrado de vivienda libre duplicaba el precio de diez años antes. La burbuja inmobiliaria nos subió a todos a una suicida cresta de la ola, a la ilusión de pensar que todos éramos ricos y que lo seguiríamos siendo. Ese año se desató en Estados Unidos una terrible crisis que pronto se hizo internacional. En los dos años siguientes nuestra tasa de paro técnico (menos del 5%) se duplicó y volvió a hacerlo de nuevo en los otros dos, hasta alcanzar casi el 20% a finales de 2012. Hoy todavía rondamos el 15%, con 23.000 alaveses desempleados.

Nuestra historia en esos tres primeros lustros del siglo XXI es un ir y venir, de la tragedia a la esperanza para recalar en la actual crisis. Una crisis que lo ha cambiado todo, porque es cultural, de modo de vida, y no solo económica. El vaivén y el efecto de los procesos mundiales hacen que aquella tragedia local vivida en los primeros años de la centuria se recuerde hoy solo como una sensación incómoda, frente a la realidad objetiva y generalizada de una penuria y de un cambio de valores que afectan al conjunto de las personas. Además, aquella “úlcera vasca” parece superada, mientras la depresión habita hoy entre nosotros.

El atentado mortal contra Fernando Buesa y su escolta, Jorge Díez, en febrero de 2000, fue el acontecimiento que marcó la política alavesa hasta la emergencia de la crisis. El magnicidio de ETA contra quien había sido diputado general de Álava llevó a muchos ciudadanos a la oposición activa contra el terrorismo y a la opción política del no nacionalismo. La derecha españolista de Rabanera y Alonso había sustituido para entonces a la nacionalista en las instituciones locales, pero Ibarretxe y el pacto de Estella extremaron aún más la situación hasta convertir en esos años a la provincia en un “oasis constitucionalista”. Derecha e izquierda no nacionalista se alternaron o compartieron las varas de mando de la Diputación y del Ayuntamiento de Vitoria, y si la cosa no fue a más se debió a la histórica reticencia habida entre esas dos culturas políticas. Pero la amenaza del contrario común -desde los muy distintos territorios de la violencia y de la política- mantuvo unidas a sus bases sociales.

Ínfulas y realidades

En ese contexto, Álava y Vitoria podían repensarse a sí mismas. Después de veinte años, el ‘eterno’ alcalde Cuerda había dejado una ciudad caracterizada por sus altos niveles de integración social, sus servicios públicos y su receptividad ante las novedades, empezando por la medioambiental. Ello se traducía en una ciudad contenida, de crecimiento controlado y cara. Vitoria-Gasteiz era un buen lugar para vivir por encima de los cincuenta y por debajo de los veinte. Entre medias resultaba un club de difícil acceso y poco dado a excesos.

Aunque su sigla signifique “actuación urgente”, el ACTUR de Lakua tardó un cuarto de siglo en construirse. Hasta finales de los noventa ese enorme barrio del norte vitoriano -“la localidad más populosa de Álava” (casi 50.000 habitantes entre Lakua-Arriaga y Sansomendi)- no se vio rematado urbanísticamente. Coincidiendo con ello, el siglo arrancó con el proyecto de edificación de 24.000 viviendas en dos nuevos barrios al este y al oeste (Salburua y Zabalgana). Cada nevada, la ciudad se paraliza: es imposible disponer de una plantilla para tanto espacio. El resto de los días ese urbanismo distante -con la mitad de viviendas de lo que aconseja una densidad sostenible- refuerza el carácter frío de los vitorianos, incapaz de caldearse ni con los programas comunitarios de la extensa red de centros cívicos. Los intentos por densificar los espacios construidos han fracasado al interpretarse lesivos de los derechos adquiridos de los residentes.

La contención anterior -un tanto contradictoria, como vemos- también trató de sortearse en lo que hacía a grandes superficies. La austera Vitoria de Cuerda tendría en el comercio tradicional una de sus bases de apoyo, pero parte de este aspiraba a nuevas fórmulas. Como el alcalde tenía a los hiper por depredadores de la ciudad, el primero se instaló en la muesca cercana (ocho kilómetros) de un municipio colindante. Mal negocio: competencia y efectos negativos sin captar a cambio el beneficio fiscal. Los siguientes cayeron en el plano local y no fueron uno ni dos, sino todos los imaginables. En 2003 la apertura de El Boulevard hacía desaparecer la histórica fachada industrial que componían Forjas y el garaje Alas. Vitoria se incorporaba al nuevo tiempo y todos los comportamientos podían satisfacerse sin salir de ella.

Incluso se imaginó la ciudad desbordando su anillo verde. Eran los tiempos de la España “Una, grande, libre y edificable”. Los montes de Vitoria se salvaron por los pelos y el “ring capital” se ha convertido en cinturón: los límites naturales (río, bosques y balsas, montañas) parecen insalvables hasta para una futura furia urbanizable. Tras superar sus murallas hace dos siglos, la capital encuentra un nuevo “limes” físico.

La crisis atemperó nuestras ambiciones de rico reciente. Allá por los noventa -otro pecado más de aquel loco decenio- las ciudades del mundo se aplicaron a una competición por ser algo. Vitoria-Gasteiz también jugó a eso en su correspondiente división. Aquellos dirigentes se empeñaron en buscarle un destino entre las grandes. Fue la época de la ciudad de los proyectos (más que de los prodigios). El entusiasmo del tiempo imaginó propuestas de todo tipo, a cada cual más onerosa e insostenible si la veleta macroeconómica viraba: el soterramiento ferroviario, la estación intermodal o un auditorio para la ópera. Algunos prodigios vieron la luz al venir de antes o al aprovechar “ventanas de oportunidad”: el museo Artium, la operación Catedral Santa María, el campus universitario o el tranvía. A otros los paró la crisis y, sin el soñado palacio, nos quedamos, sin intermedio, con los obsoletos lugares de siempre: así, la afición al teatro y los problemas lumbares son incompatibles en el añejo Principal.

La crisis de 2007 -formalizada aquí aquel infausto día de mayo de 2010- mandó parar y la liga entre ciudades se suspendió. Aquí dejamos pocos dispendios, comparado con otros lugares: el superedificio de la Vital, el proyecto Krea y poco más; la inactividad del aeropuerto de pasajeros podría contabilizarse también, aunque se compensa con el trajín nocturno de mercancías. En todo caso, el final de las alegrías nos libró de las gimnasias estratégicas anteriores -¿quién no participó entonces en un Plan Estratégico?, ¿quién no se intoxicó con la religión de la calidad?-, al punto de que se pasó de lucubrar mucho a no pensar más que en cómo llegar al día siguiente. Y lo mismo ocurrió con los ‘proyectos de país’: paralizado el eternamente creciente presupuesto público, cada lugar tendió a hacer la guerra por su cuenta, dejando para la parafernalia la cosa nacional (ejemplo, el debate sobre Arasur o el puerto seco de Pancorbo como ‘remake’ de aquella decimonónica aventura ferroviaria de Bilbao a Miranda por Orduña… esquivando Vitoria).

Las plusvalías del consumo de los noventa convirtieron la Rioja alavesa en una exposición de arquitectura prepotente: los mejores arquitectos del mundo (Ghery, Calatrava, pero también Aspiazu o Mazieres) levantaron allí sus bodegas. La capital, en esto, quedó a salvo. Luego, cuando la crisis se abatió sobre nosotros, los cierres de empresas y los ERE tomaron protagonismo. Aquella geografía reconocible de marcas comerciales y fabriles desapareció para siempre y miles de trabajadores perdieron su empleo o empeoraron sus condiciones laborales.

La sucesión de expectativas y de crisis lo cambiaba todo; también el tejido humano de la ciudad. A finales de los noventa el atractivo económico de Vitoria y de la Rioja empezaron a cambiar el carácter de su inmigración. Esta ya no era española sino procedente del exterior, de América Latina, del Magreb, del resto de Europa o incluso del África subsahariana. Hasta 2009 esa afluencia constante hizo que más de la décima parte de los vitorianos y alaveses hubiera nacido fuera de España. Su concentración en barrios tradicionales de acogida (el Casco Viejo o Aldave-Coronación; ahora los nuevos, como Zabalgana) confirió tanto carácter como nuevas problemáticas a esas zonas, hasta dar lugar a debates sobre la naturaleza de las ayudas públicas a los recién llegados. Tras la crisis, el flujo se frenó y en 2012 los números eran ya negativos. Pero uno de cada seis niños que nacen en Vitoria es hijo de padres de origen extranjero.

La provincia también cambió. Vitoria siguió creciendo hasta acercarse al cuarto de millón de habitantes. Pero se hizo tan caro vivir aquí que muchos jóvenes pasaron a depender de un sorteo de vivienda de protección oficial o a trasladarse al campo. Las localidades del entorno incrementaron sus censos gracias también a los vitorianos en fuga: así pasó en Salvatierra (casi 5.000 habitantes), Iruña de Oca, Alegría y Zuya, o en el Condado de Treviño. La macrocefalia vitoriana ahora urbanizaba el campo y llevaba la cultura de ciudad a esas localidades dormitorio. A cambio, la crisis industrial menguaba los padrones de Llodio y de Amurrio, aunque sus vecinas Ayala o Arceniega no dejaban de crecer, igual que las riojanas Oyón o Labastida. Por su parte, las siglas VPO se convirtieron en estandarte de una generación. Vitoria construyó la mitad de las de todo el País Vasco y se dice que tantas como Cataluña. Al llegar la crisis había cientos de viviendas sin vender. En poco tiempo se pasó de los sorteos multitudinarios de pisos protegidos a los desalojos por impagos.

Un escenario político cambiante

El mapa político provincial es otra muestra de cómo los comentarios que se puedan hacer para la primera docena de años del actual siglo no pueden extenderse al resto. Se venía en la anterior centuria de una hegemonía nacionalista vasca que controlaba las instituciones. Excepción hecha del ‘fenómeno Unidad Alavesa’, nada conspiraba contra aquel dominio. Pero, como hemos señalado, el crimen de Buesa y la radicalización nacionalista del tiempo de Ibarretxe, además de los efectos de un terrorismo cada vez más combatido socialmente, fortalecieron al no nacionalismo.

La coyuntura benefició sobre todo al Partido Popular, conducido aquí por Ramón Rabanera, personaje alejado de la nueva derecha de gabinete o de la caricatura del plutócrata. Durante casi todo el tiempo de este siglo mantuvo la mayoría en la provincia y solo la perdió por una partida de mus político mal jugado: aquella elección del jeltzale Xabier Agirre al frente de la Diputación en 2007 después de haber quedado por detrás de populares y socialistas. Distinta en las formas, pero no en los resultados, fue la operación para desalojar al conservador Javir Maroto de la alcaldía vitoriana tras haber ganado las elecciones de 2015. El perdedor de la jornada, el jeltzale Gorka Urtaran, se hizo con la vara de mando gracias a incompatibilidades fraguadas en la anterior legislatura.

Más allá de esas excepciones, la mayoría urbana no nacionalista fue clara, en contraste con su retirada del resto de núcleos de la provincia, cada vez más nacionalistas, salvo algunos enclaves riojanos y del centro y sur. Pero el cambio vino también con la crisis y procedente del resto de España. La novedad de Podemos venció por amplia mayoría en capital y provincia, a pesar de su escuálida organización. La crisis transformaba radicalmente las apetencias del electorado alavés, reducía los sufragios de los no nacionalistas, hacía inestables los de la izquierda abertzale tras el final de ETA y devolvía al PNV a un predominio institucional que, otra vez, solo se explica por la tradición local de que los contrarios se vayan anulando entre sí y dejen a salvo solo lo que queda en el medio. Eso, y una turbulencia en los resultados digna de politólogos: las simpatías cambian con el tipo de elección, aunque gana aquí el que gana en el conjunto. En todo caso, el mapa futuro parece que nada se va a parecer al de los últimos años.

Un pulso social bajo

La crisis ha sido muy dura con la provincia, aunque los datos de riqueza de sus ciudadanos y sus niveles de bienestar siguen siendo buenos. Sin embargo, la bajada de esos guarismos ha sido más importante aquí que en sus entornos, lo que viene a indicar que solo los excelentes puntos de partida anteriores a la crisis mantienen esa relativa bonanza (más de 35.000 euros de PIB por persona) y que el descenso ha incidido en los sectores más desfavorecidos (la tasa de pobreza real se duplicó). La desigualdad social se manifiesta sobre todo en que se distancia el grupo depauperado de la media. A cambio, el gasto social sigue siendo mayor en Álava que en el resto de la región.

La economía productiva, por su parte, manifestó inicialmente una recesión muy notable, con altos incrementos del paro, sucesión de expedientes de regulación de empleo, fuertes caídas en los pedidos a las empresas y en las exportaciones -hasta de un tercio en 2009-, y una conflictividad sociolaboral superior a la media de la región. Teniendo en cuenta la diversificación sectorial y la relativa juventud de la industria local, su comportamiento contrasta negativamente con las otras dos provincias vascas y también con lo ocurrido en aquella crisis de los ochenta. Sin duda, el carácter industrial de su economía, muy resentida por la recesión, ha jugado en su contra. Se puede decir que Álava ha sido la que peor ha llevado la crisis, aunque ha demostrado tener muchas reservas acumuladas para resistir una depreciación generalizada.

Ello no obsta para que la sensación de atonía sea hoy la dominante. El liderazgo institucional se limita al día a día, sin que puedan localizarse proyectos o iniciativas ilusionantes. Algunos terrenos, como el de la cultura, presentan en la provincia niveles realmente preocupantes. Acostumbrada desde finales de los años cincuenta a una prosperidad continua, Álava manifiesta poca capacidad de reacción cuando las tornas han cambiado. Igual que llegó la fortuna, ahora esta se desvanece. La fortaleza de su cuerpo social se somete a prueba. Un cuerpo social históricamente no muy acostumbrado a acometer iniciativas propias de envergadura. La reciente propuesta estratégica de la Diputación pretende salir de esta con una tripleta básica: recuperar la fortaleza de la economía industrial, recobrar el nivel anterior de los servicios públicos y reequilibrar la provincia. Todo suena a ya escuchado. ¿Pasará por ahí otro futuro distinto para Vitoria y Álava o el cambio radical que ha producido la crisis obligaría a pensar en propuestas cualitativamente diferentes? De momento, nadie lo sabe.

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